jueves, 12 de septiembre de 2019


HERMANA LLUVIA




Esa frondosidad del sonido del agua de lluvia al caer, compuesto de cientos, de miles de gotas.


Esa frescura de renacimiento del agua de lluvia.


Las gotas de lluvia como los átomos que Demócrito intuyó componían la materia. Lo muy pequeño y pululante, composición del mundo.


La gota de lluvia como la encarnación de lo que integra el sustento de la vida.


La gota, asemejada por un simbolismo hermético y patético, a la lágrima.


El ser plural de la gota. Una gota es todas las gotas y la masa de agua es una infinitud de gotas que funcionan como una sola entidad.


El agua distribuida, arpegiada, fluidificada, articulada, conformada en gotas, gemas lucientes del elemento primordial, junto al aire y al fuego.


Emociona escuchar cómo cae la lluvia con fuerza redoblada. Emociona y asusta, admitir que cuando lo decide, la naturaleza se vuelve intratable.


La naturaleza da, independientemente, de las necesidades del hombre.


La naturaleza sigue sus procesos. Es un azar que la conclusión de estos coincida con los intereses del hombre.


Adaptarse a los ciclos vitales de la naturaleza es harmonizarse con ella. Podríamos darle la vuelta: harmonizarse con la naturaleza es adaptarse a sus ciclos vitales.


Recuerdo el gran poema de Borges sobre la lluvia publicado en su obra El hacedor y aquel verso tan sorpresivo: la lluvia es algo que sucede en el pasado. Sin duda, la lluvia alude a una memoria arcaica, a algo fuera de nuestras coordenadas sociales. Pero, observo que esta consideración, sin desaparecer ni ser rebatida, se atenúa o pierde lirismo  cuando la lluvia cae con rabia.  Una lluvia cualquiera se  sume en evocaciones y fascinaciones poéticas; una lluvia torrencial cambia la tónica de esos signos, al convertirse en desastre inminente. Entonces, aparece el caos y lo más arcaico y salvaje sustituye nuestras impresiones y nos acordamos de nuestra indefensión ante los elementos.


La lluvia es un don. ¿Somos capaces de concebirla así? Y si lo es, ello termina por conducirnos a una concepción sacral del universo. ¿De dónde procede el don?






El agua que revitaliza los cuerpos y la tierra, el agua que limpia, el agua que  hace renacer… El simbolismo del agua es poderoso. Todo símbolo nos conduce a una imagen mistérica del mundo y del cosmos.


El agua de lluvia es también un mensaje de lo atemporal, de lo arcaico, de nuestra naturaleza dependiente, de la necesidad de luchar y controlar a la propia naturaleza.


Cómo nos impacta o acaricia la lluvia según dónde estemos: en un café, acompañados, solos, en casa, en nuestro dormitorio, en la calle, en una ciudad extranjera…


La lluvia quiere jugar con nosotros, cuando nos moja y moja también  a nuestro acompañante. Su provocación es picaresca. Quiere que sintamos nuestros cuerpos, que bajo el agobio de la ropa mojada, se estimule nuestro erotismo.


Los charcos de agua eran la obsesión de los críos.


La lluvia serena evoca el alba primera de la creación.


Quisiera fraternizarme con los elementos de la naturaleza, hacérmelos simpáticos. Para ello nada mejor que la actitud de San francisco, que saludaría así: 
¡hermana Lluvia!  



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