jueves, 10 de octubre de 2019

ONIROMANCIAS



La vendedora de relámpagos ahumados

Era demasiado tarde como para maldecir los fragmentos de historia que precedían a mi sueño, así que me precipité en forma de ramo congelado sobre las escaleras y salí a la calle, enderezándome en el último instante. No sé qué emblemas disipatorios se escupían desde las caras de los pocos viandantes de la calle o que la atmósfera de la calle vertía como lanzas amarillas, que terminé por retroceder, buscando los caminos marginales. Para ello recitaba en mi interior: “molduras anales en los puestos de grava, molduras espectrales para una nación de cabellos”.
Al volver una esquina sentí ambientes pobres de principios de los sesenta, cuando el mundo comenzaba a adquirir cierta solidez con la arquitectura que el cine americano publicitaba en su  cine, - ambas cosas, pobretería y solidez podían coexistir en planos vivenciales sincrónicos – cuando vi a una joven de perfil y que parecía sostener algo.
Oh, estrellas abotargadas en mi garganta, qué es esa desnudez disimulada por una neblina, qué es esa luz detenida en una sola aspiración de oxígeno, esa delicadeza de rubia desolación.
Me acerqué a la joven, que en ese mismo instante se desdoblaba en siluetas de cartón antiguas y parecía pretender esquivar mi interés. Alargué la mano de modo salvaje y hundí mi mano en la nube que la protegía. Ella cedió y se fue alejando en una suerte de baile filmado al revés. Pero yo no creía en fantasmagorías fáciles a las siete de la mañana en una ciudad como Frankfurt, así que me acordé de mis antepasados rusos y también  me deslicé en un baile octogonal que sorprendió a los pardillos germánicos que pasaban por la rúa.
Fui detrás de la joven que al salir de la ciudad y detenerse ante la orilla de un estanque perfectamente putrefacto se giró levemente para mirar mi llegada poco imperial. Fui desoctogonándome y perfilé mi ansia lírica ante los brezos oblicuos que crecían al borde del agua. Decidí, entonces, identificar qué portaba la joven absurda.
La agarre de las muñecas y sentí la desolación de los hielos perpetuos. Ella accedió y la imaginé viviendo otras vidas más óptimas en otros parajes menos cosificados. Agité sus brazos y un montón de plumas fosforescentes cubrió el suelo. Entonces supe quién era: la cerillera de Andersen.



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