martes, 18 de febrero de 2020

LOS CUERPOS DE POMPEYA





Simmel dijo que a través de las ruinas el arte, el mundo de las formas, regresaba a su origen material y primero, a su estado amorfo y arcaico.  Si esto podemos aceptarlo así, qué son los cuerpos petrificados, casi vitrificados por las cenizas y la lava del Vesubio, cuando estalló en el año 79 d. C. y la ciudad fue sepultada…
Podemos interpretarlo de dos maneras que convergen y que son una. La naturaleza no permanece estática, necesita extenderse y reubicarse. El planeta experimenta desplazamientos internos y en este punto las contracturas pueden ser espectaculares.  La tierra, al reaccionar de esta manera, está cumpliendo con la más básica ley vital que le es propia: el movimiento físico.
La naturaleza es un proceso, como dijo Whitehead, y de tal proceso pueden derivarse efectos inerciales, circunstancias sorpresivas.  Centenares de años después de que produjera la explosión del volcán, en una operaciones varias, se descubren los restos enterrados de la ciudad y los cuerpos de sus habitantes, lo que viene a ser como la segunda parte de la acción de la tierra: los cuerpos de los aplastados por la explosión del volcán, son las obras de arte que la deposición milenaria de la tierra y el tiempo han producido. Los cuerpos de hombres, mujeres, niños e incluso animales, petrificados en el gesto que hicieron justo en el momento de morir, son la producción química de la colisión definitiva entre hombre y naturaleza, la producción metamórfica de las energías telúricas.
Los cuerpos se han convertido en estatuas y la fascinación que produce su visionamiento es que la vida haya  sido extraída de tal fulminante manera,  para ser convertida en objetos, resto de tierra con una configuración propia.  
Los siglos pasados no atenúan la impresión si nos fijamos en los contornos de los cuerpos, en la contracción de sus miembros o, por el contrario, en la blandura de sus posiciones cuando estos han sido sorprendidos durante el sueño.
Que la naturaleza nos ofrezca fósiles como producto de la paulatina configuración gravitatoria de sus estratos, nos asombra:  nos hace pensar en la inmensidad del tiempo, en la sucesión oscura de los siglos y de la vida vegetal y animal. Un grado de estupefacción y fascinación mórbida crece si tal fósil lo es de personas humanas.
Ese perro retorcido que se encontró en una de las calles desenterradas de la ciudad, esa calavera con el resto del cuerpo ondulante y otrora carnoso que apareció sobre los restos de un lecho, exhibidos hoy en distintos museos, qué estatuto  de verdad obtienen, qué significan ante una reflexión sobre el hombre y la memoria.

Engastados en los pisos arenosos, desgajándose de otros fragmentos informes de tierra polvorienta, ¿en qué pintoresco estamento de la naturaleza, en qué grado de lo real ubicar estos cuerpos de piedra que parecen dormir, repentinamente, para siempre, captados por la ceniza protectora antes de que se diluyeran entre los cascotes y las esquirlas pétreas?
Cómo no arrobarse de terror ante la petrificación de lo que fue pálpito, pasión, voz, movimiento…  Ante determinados procesos naturales, la presencia divina prefiere ausentarse. Cómo no sumirse en la perplejidad ante esta jugada insólita de la naturaleza que nos devuelve el recuerdo de la vida en forma de cruel signo de su poderío demiúrgico.





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