miércoles, 10 de junio de 2020

DESQUICIAMIENTOS VARIOPINTOS





Recuerdo cuando la estación de Orihuela era un lugar que se visitaba y por el que se paseaba. Un lugar en el que, incluso, cuando funcionaba la cantina, se podía cenar. Nada de eso existe hoy. Hoy la estación de Orihuela es una sofisticada madriguera en la que los que esperamos los trenes, que llegan cada vez con más retraso, nos miramos con extrañeza y sospecha, actitud que es producida por el mierdoso diseño arquitectónico que nos sustrae la luz natural sumiéndonos en el antipático gris del hormigón infinito. Recuerdo que el año pasado una mujer andaba de un extremo a otro de uno de los  largos andenes subterráneos. Esta señora le daba un uso al sitio al utilizarlo como espacio para andar, lo transformaba así. Con las últimas normas de seguridad, no las del virus sino las adoptadas por RENFE, para el control de los viajeros y de sus billetes, ya no puede hacerlo.  No sé qué es lo que pretenden los nuevos diseñadores actuales, - se dice que para la ideación de las estaciones ferroviarias de Catral-Albatera, Orihuela o Beniaján, se ha dispuesto de suculentos presupuestos mal empleados -, pero si en vez de la creación de espacios habitables la última arquitectura se ha empeñado en mega-proyectos,  lo lamentable de sus resultados confirman una cosa: la perdida de los objetivos humanistas que siempre han definido a esta disciplina.



La “nueva normalidad” debiera significar que la normalidad  vuelve, y no la creación de un estado de cosas impuesto por el estado. Al parecer no va a ser así la cosa. El gobierno socialista, en su éxtasis creativo, típico de gobiernos adictos a las ingenierías sociales, suelta este detestable, ridículo y perfectamente imbécil enunciado, la nueva normalidad, como si fuera una secta o un nuevo credo al que debiéramos convertirnos si lo que pretendemos es preservar eso tan precioso que se llama salud. Pero el estado no ama, sólo gobierna, es decir, ordena. Y ahora ordena que se lleven mascarillas y demás historias para que formes sumisa parte de la masa compacta de gente de la que se alimenta.


La obsesión por el control social empieza a ser desquiciante. Por mucho que se nos asegure que control y preservación de la salud son cosas que marchan parejas, tienen que salir voces discordantes para que la salud profunda, la del propio ser, la de nuestra libertad no desaparezca. A pesar de todo lo que pueda ocurrir y ya ha ocurrido, no nos podemos tomar el coronavirus demasiado en serio, porque de lo contrario en vez de humanos, la presunta respuesta sanitaria nos convertiría en números, en pululantes nadies, en estadística pura. El veredicto de la ciencia resulta válido para la teoría, pero  ante la soberanía y genial imprevisibilidad del ser humano, se da de bruces con el pico de la mesa.


 Qué bien parece haberle ido a la sociedad moderna la incursión coronavírica. Vamos a sociedades de control, avisaban Deleuze y Foucault allá, en los años setenta. Ahora ya estamos plenamente, inmersos en el control y en ese tipo de sociedad,  ya somos objetivo de la fiscalización del pensamiento, y nuestro libre movimiento, de sigilosos batallones de cámaras de vigilancia. Sólo le faltaba a esta manía controladora, la aparición estrella de un puñetero virus para que el control llegue al delirio. Y ahí está la avidez salivosa de los medios para jalear la situación, no importa al lado de quién.


¿Aceptar normas de seguridad? Sólo si la masa de discurso emanada de ellas se estampa contra la pared y se suicida, es decir, se calla un poquito.  



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