miércoles, 17 de junio de 2020

LÍNEAS




Durante esta pandemia, he reflexionado bastante sobre lo que es, sobre lo que ha significado para la historia y la cultura, Estados Unidos. La causa está clara: el 98 por ciento de todo lo que se emite por televisión, es de inspiración o de factura directamente  norteamericana. Y especialmente, por la noche y por la madrugada, cuando uno viaja de canal en canal no ve sino  exactamente lo mismo: basura americana. Una basura que consiste, sobre todo, en la obsesión sexual y en la violencia como término medio o común de la vehiculación de todo contenido. He llegado a detestar las series de abogados y las policíacas, no tanto por la reproducción intachable de un modelo que arranca de los sesenta- televisivamente hablando – sino por el machacamiento en el tratamiento de personajes y situaciones. Y no hablemos de esas series necrófilas de análisis forenses que no existían hasta hace poco y que son la vuelta de tuerca de lo gratuitamente morboso. Los norteamericanos son geniales: llegan a imponernos hasta su mal gusto. Y en ese mal gusto van impresas sus obsesiones inconscientes. Vamos, que si no fuera por un milagro o un azar, estaríamos a punto de convertirnos al protestantismo. Félix de Azúa lleva razón cuando se lamenta de que de  la antigüedad no nos hayamos fijado sino en las momias egipcias para hacer deleznables peliculitas de horror en vez de habernos fijado en la admirable lección griega. Una vez más hemos copiado a los norteamericanos en su vertiente más infantiloide y siniestra: el espíritu nórdico, obsesionado con lo  monstruoso y espectral, tan ajeno a la luz y al pensamiento mediterráneos.




La otra noche, emitieron una película de los hermanos Marx: Un día en las carreras. Creía, mientras le echaba un vistazo por encima, pues estaba preparando la cena, que me iban a cansar los numeritos de siempre, los gags, las intervenciones de los cómicos, los finales apocalípticos y musicales; creía que no me iba a hacer ninguna gracia la película por lo estereotipado que tengo ya a estos personajes y sus obras fílmicas, pero, aunque no llegué a la carcajada, como ocurría antes,  sí que no pude sino confirmar la genialidad de algún momento de la película y sentir un brote de entusiasmo cuando todo estallaba en los pasajes musicales más espectaculares. Por ejemplo, cuando Harpo Marx se introduce con su flauta, cual Hamelin encantador, en los barrios de población negra y se suceden interpretaciones muy vívidas. La relación de estos personajes es evidente: Harpo, parecido al niño por su carácter travieso y su mudez empatiza, naturalmente, con la gente de color, marginada por la sociedad mayoritaria y blanca. Este momento del film parecía adquirir desde el pasado, una sorpresiva intencionalidad con respecto al presente, con los hechos de estos días: el asesinato de George Floyd, el ciudadano negro, a manos de la policía….  Al final de la película pensé: una película así, como esta, no se hace sino para ser más felices, y la felicidad debe tener alguna semejanza con una película como esta, con una película de los hermanos Marx. El final, especialmente, de la película,  me puso melancólico – la marcha triunfal de la felicidad -  y creo, más allá de hermenéuticas probables, que algún momento del paraíso debe asemejarse a ese tipo de finales. No lo digo desde un punto de vista puramente emocional: creo que sería posible, en este  mundo huérfano de filosofías y teologías, considerar estos productos de ficción,  películas como esta de los hermanos Marx, como un motivo muy serio para la reflexión transcendente.
  



  He estado viendo fotos de Bob Dylan inéditas de los sesenta y setenta. He revivido un sueño adolescente que tuve por esas fechas, precisamente, relacionado con la figura del cantante. A finales de los setenta, creía que tenía que hacer como Dylan, convertirme en una suerte de juglar urbano y recorrer caminos y ciudades cantando mis poemas. Como mi vocación era la escritura pero también la música y además, veía un parecido físico vaticinador entre Dylan y yo, recuerdo que pasaba tardes pensando qué recorridos emprendería y cómo fascinaría a las multitudes con mi arte. Esto fue en Torrevieja. Al regresar a Orihuela, me puse a estudiar solfeo en el Oratorio Festivo durante unos meses, pero la diferencia de edad con respecto al resto de los alumnos, hizo que finalmente dejara de asistir. Viendo estas fotos por las redes he sentido melancolía de estas historias de juventud pero también tristeza al no haber encarnado un personaje que podría haber sido yo.  



No podemos imaginar la eternidad, porque no logramos entender qué hacen las almas de nuestros parientes y amigos, qué tipo de actividad realizan. Sin el concurso del espacio y del tiempo no ubicamos las cosas, no conseguimos efectuar una descripción eficaz de lo que sucede. Y la eternidad no depende de estas categorías. 



Dos frases de Jean Cocteau que suscribo con entusiasmo, la primera,  y sin comentarios, ambas:
Los poetas deben vivir por encima de sus posibilidades siempre.
Los poetas agonizan incluso después de muertos.
¿Quién actualmente, en Europa, señala a los poetas con esta distinción aristocrática, sin olvidar el martirio que como tales poetas les espera hasta incluso en la posteridad, lo cual ennoblece más aún a los más exquisitos cultivadores de la palabra?



Se me amontonan los libros a medio leer, pero no importa porque en estos momentos, literalmente, son mi única compañía. ¿Qué voy buscando investigando a autores tan disímiles como Hofmansthal, Anne Sexton, Antonio Colinas, Ramos Sucre, Luis Cernuda? Busco afinidades, convergencias, semejanzas simbólicas, lo que a pesar de las geografías, lenguas o tiempos que les separan, identifique un destino, un desasosiego común.  

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