lunes, 14 de septiembre de 2020

UNIVERSOS DISÍMILES, QUIZÁ, FINALMENTE CONVERGENTES



Tras una incursión sabatil, cayeron en mis ávidas redes dos libros de poesía bien distintos, dos antologías: una, de la poeta japonesa Kaneko Misuzu y otra del simpar Vicente Huidobro.

Nunca, en el ámbito de la literatura y del arte en general, me han hecho gracia las culturas exóticas de Oriente, de la zona asiática (y eso que nuestra flamante literatura latinoamericana puede ser interpretada, con seguridad, para un inglés, por ejemplo, como literatura más o menos exótica), pero creo haber hecho el esfuerzo, últimamente, de vencer esa inercia y me he acercado a la producción poética de alguno de los poetas más destacados de Japón. El esfuerzo debe ser sutil, porque no podemos, sin más, leer a los creadores del haikú del mismo modo que lo hacemos con nuestras, para ellos, barrocas y complicadas literaturas. La gracia, la esencialidad de la poesía japonesa no reside en su apariencia delicada, en su fragilidad o en su instantaneidad, sino en las causas que motivan tal depuración: es decir, en su proceso imaginativo, en la perspectiva espacio-temporal que ocasiona su posición filosófica y vital ante el mundo.

Lo que nosotros advertimos como más característico y admirable de la literatura japonesa es esa impresión de límpida harmonía que se desprende de sus textos. El haikú viene a ser, en este aspecto, la expresión más directa de la mentalidad mística oriental. Hay, además un añadido que intensifica este orden: el poema no sólo es ideado, sino que tiene que ser “escrito”: el aspecto caligráfico del poema, su peculiaridad alfabética, su escritura, en definitiva, supone una dimensión estética evidente del poema y del haikú.

Señalo estos aspectos, porque en Occidente la linealidad de la escritura imprime velocidad al pensamiento y tiende a intensificar la especulación, siendo menores las implicaciones rituales del escribir. El que la escritura del haikú sea todo un arte y una disciplina, nos está señalando los distintos modos de enfrentarse a lo imaginativo: el oriental, demuestra así, como cuando elabora cualquier otro objeto primoroso, una relación artesanal con el tiempo. La complejidad del occidental es otra: aparentemente su escritura es más directa, sólo le detiene solucionar la red de aspectos lógicos y simbólicos que la inspiración  sublimará o trascenderá. Lo que para el occidental es clave con respecto a accionar la escritura, para el oriental supone, en principio,  una prodigalidad verbal cegadora, un cúmulo de abstracciones discusivas.

La poesía de Kaneko Misuzu es chocante y fraternal. Se adivina un alma sensible y ocurrente tras sus breves poemas, lindantes con el haikú. Lo que más impresiona de esta poeta es su biografía. Hoy en día está considerada como una de las poetas japonesas más importantes,  pero no podemos afirmar que conociese la gloria literaria. Un matrimonio previamente acordado y el desastre  que supuso la convivencia con el marido, le llevó a retirarse de la escritura, a aislarse y a enfermar hasta que finalmente decidió suicidarse. Este último detalle es algo que no deja de impresionar: parece contradictorio, lúgubremente extraño que en personas, en artistas de la palabra y de la ideación, tan singulares como los japoneses, el suicidio aparezca en sus biografías como un recurso frecuente. 

Por último, debo confesar que la elección de esta poeta para su pausada lectura lo ha determinado, en buena parte, porque no conocía a esta autora, la encantadora edición que ostenta esta colección, Satori, que no sólo nos ofrece los poemas en bilingue, sino que los acompaña de una transcripción fonética para que sepamos cómo suenan los poemas en su lengua original. 


En contraste con el delicado mundo de Misuzu, la antología de Huidobro esplende, ansiosa de palabras, de palabras nuevas y vivas, huyendo de tradiciones y convenciones. Recuerdo la época en que leí por primera vez a  Vicente Huidobro, el tiempo adolescente de las lecturas sorpresivas, casi alucinatorias, cuando cada semana descubría a un autor nuevo y creía que el universo era una fiesta constante.

Confieso, de todos modos, pese a mi gusto por este poeta, que temía, precisamente, el paso del tiempo, que este hubiera rebajado pasiones poéticas o radicado, meramente,  la producción del escritor chileno en el período radiante de las vanguardias históricas. Después de tantos años sin frecuentar sus poemas, la sorpresa por su descubrimiento ya no es la que era, claro, pero el tesón y la inventiva verbal, se ha mantenido. A mis 57 años he descubierto lo que podría llamarse pedantemente, el proceso hermenéutico de la lectura: que el impacto al contactar con la obra de un autor, se queda como recuerdo fundante de su atracción sobre nosotros, y que, después se produce un cierto distanciamiento;  a continuación, es decir, ahora, con la edad más que madura, y atravesando segundas y terceras lecturas, la obra del autor que nos ha gustado, adquiere, finalmente,  una solidez mezcla de la consagración de su obra en el tiempo y una película de frescura sobre ella, impronta imborrable de las primeras impresiones que, de algún modo, resucitan.

En la poesía de Huidobro, quizá, en parte, heredado de lecturas de Apollinaire, independientemente de la creatividad verbal, hay un concepto mágico de las cosas que las convierte en objetos manipulables por la imaginación del poeta: estrellas, pozos, aviones, puertos, pájaros, arboles, calles o ventanas son elementos con los que las palabras juegan, describiendo sus evoluciones y metamorfosis como si de un cuento fantástico se tratara. En realidad, lo que Vicente Huidobro hacía era algo más profundo: reflejar el dinamismo urbano de las ciudades modernas y sus habitantes, expresar el estado revolucionario en que el ánima social naufragaba y brillaba en el nuevo siglo, época de adelantos técnicos y científicos, de inicio de la velocidad en todo, la locura del siglo XX.

Creo que se podría realizar un examen detallado de lo que se llama modernidad como fenómeno socio-cultural a principios del siglo, si lleváramos a cabo un examen de los objetos o figuras que cita y trajina  Huidobro en cada uno de sus poemas. Obtendríamos algo así como un catálogo de elementos, de pequeñas representaciones de lo que significaron las primeras décadas del convulso siglo XX.

De un modo valiente, y distanciándose del mero y estricto creacionismo, invención suya,  Huidobro escribió en uno de sus últimos poemas: Ahora soy un fantasma de nieve, un sembrador de escarcha. Pero volveré trayendo en la frente el sudor de las nubes. Prosternaos vosotros, los que no habéis pisado jamás el horizonte. Ahora soy el fantasma que huye vestido de grandeza y de dolor.   

Aunque hoy sabemos que buscar la originalidad o la extravagancia sistemáticamente puede resultar banal, incluso vulgar, en su momento Huidobro cumplió a rajatabla, en su oficio,  con aquel consejo de su colega Rimbaud: Hay que ser absolutamente moderno.

Me temo que Misuzu y Huidobro no se conocieron, cosa que les honra, pues la obra de ambos, se sume en un solo  y brillante atractivo: el de la poesía.    

 

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