jueves, 25 de noviembre de 2021

ALGUIEN NOS AMA EN SECRETO. THOMAS MERTON. DIARIOS



Con la figura de Thomas Merton experimento cierta agradable convergencia de percepciones: una cordialidad y una inteligencia tan especiales que se puede decir que la cordialidad se convierte en inteligencia del alma y la inteligencia en una cordialidad del intelecto.

¿Quién es Thomas Merton: un santo incógnito, un monje que se dedicaba a escribir más que a orar, un escritor con una vocación humanista y religiosa tan intensa que le llevó a ingresar en un monasterio, una rareza en la historia del pensamiento y de la literatura del siglo XX, un amigo del universo?

En la simpatía que siento por el personaje debo confesar que hay un motivo estrictamente personal que lo justifica: en una época confusa y convulsa de mi vida, en la que yo estaba contra todo, contra la sociedad, contra los jóvenes, contra la familia, contra el mundo, contra la televisión, no encontré otra salida que buscar refugio en los espacios puros de la entrega contemplativa e ingresar en un convento. Fue allá, a principios de los ochenta y la suerte me puso en manos de la hermandad franciscana. Fui a parar a un convento de clausura y retiro del sigo XVI, Santa Ana del Monte, en las afueras de la ciudad murciana de Jumilla.

Algunos de los sueños y mejores sensaciones  que creí cumplidos en aquellos ámbitos, los veo reflejados en los pensamientos e intenciones de Merton. La vocación universalista de la pasión mística, el interés por otras culturas y religiones, el sentido crítico ante los devenires del mundo,  el amor practicado en la comunidad con la que se convivía, la actualización del papel de la iglesia y la vocación…. Estas eran las características más notables de una aventura como aquella que, en mi caso, se diluyó al confirmarse que mis desasosiegos no podían satisfacerse bajo un hábito.

A la hora de adaptarse a las normas de la tradición monástica, y comprobar cómo un cisterciense pretendía desde las particularidades de una orden religiosa llevar a cabo una actividad de compromiso, publicando artículos en la prensa y diseñando libros únicos de experiencia religiosa, es como se define del modo más elocuente la vocación y el tipo de personaje que fue Merton.   

En un mundo furiosamente laico, la figura de Merton reúne más de una rareza: ser un monje de retiro comprometido con los acontecimientos sociales y políticos, y encima de monje, ser norteamericano y católico, claro.

Merton escoge un modo de vida y convivencia que se instala, presuntamente, en las antípodas de la megalópolis norteamericana. Decimos presuntamente porque, finalmente, el dinamismo emprendedor americano acabó funcionando a su favor.

Merton, desde los monasterios que habitó, a través de los viajes que realizó, haciendo ponencias o dando conferencias, colaborando en congresos de espiritualidad y gracias a la fama que le dieron sus libros, logró llevar a cabo esa especial y sutil labor de apostolado   que pretendía desde el momento en que se convenció de que el retiro puro no le haría feliz.  

Sus diarios son un vívido testimonio tanto de sus cuitas más personales, intentando vislumbrar cómo ejercer satisfactoriamente su vocación, como de las posteriores transformaciones interiores que ese no olvidar el mundo iban a provocarle. Merton se encuentra en un difícil pasaje: llevar a cabo el  mensaje de Cristo, criticando y manifestándose contra las injusticias producidas en el mundo exterior, conservando, a un tiempo,  los privilegios de una vida monástica.

Pero, precisamente, ser consecuente con el fondo fraternal que predica y de que consta el cristianismo era lo que Merton no podía ni quería  eludir.

En los diarios se expresa muy claro al respecto de no olvidar el compromiso ético con el mundo, dándose cuenta de la incompatibilidad de retirarse de él. Llega a decir que la vida eremítica, la de un monje corriente, es poco intensa, monótona, alejada del intercambio emocional que se produce en el contacto personal con el mundo de extramuros.

Otro pequeño escollo era el escribir, el demasiado escribir para un monje que, supuestamente, debíase al retiro y a la oración. Sus superiores se dieron cuenta de que el tiempo que le dedicaba a la escritura era, finalmente, tiempo que le sustraía a la oración. Probablemente, también se darían cuenta de la valía y originalidad de los escritos de Merton y de que la permisión que obtuvo para seguir escribiendo, incluso publicar artículos en prensa, era algo bueno tanto para la orden como para la preservación del mensaje de Cristo. Casi se podría decir que si perteneces a una determinada comunidad, en el momento en que te pones a escribir, saltan las alarmas y los temores acerca de lo que vayas a decir o revelar.

De todos modos, Merton no sustituyó groseramente la oración por la escritura, sino que supo conjugar equilibradamente ambas. Necesitaba de las dos cosas para conservar su integridad cristiana y la fidelidad a los votos que había prometido y de los que no quería deshacerse. Merton pretendía ser consecuente con sus inquietudes espirituales y su deseo de justicia social, y ningún soporte protestatario más óptimo y total para ello que, precisamente, el mensaje divino cristiano.

Merton era consciente de que no encajaba con las normas básicas que constituían las reglas de su orden. En definitiva, cómo hacerlo a rajatabla si no dejaban de ser unas normas medievales, extrañas a un sentir nuevo, rodeado de estímulos y realidades que antes no existían.

En Merton la escritura fue una práctica comprometida pero también un medio de especulación ideológica y mística. Su inteligente reacción ante las novedades en el pensamiento y en la sensibilidad moderna le lleva a  leer a los poetas: frecuenta en sus lecturas a Dylan Thomas, Ferlinguethi, Rene Char, Lorca (que le deslumbra con su barroquismo), Vallejo, (por quien sentía especial devoción), o Neruda. No olvidemos en este punto que Merton fue el maestro espiritual de Ernesto Cardenal y amigo del poeta chileno Nicanor Parra.

Si hemos dicho que  las inquietudes de Merton le conducirían a un compromiso ético con el mundo político y social luchando contra el confinamiento al que le obligaba su propia profesión de religioso, que se interesó por las espiritualidades de Oriente, por el zen, el taoísmo, el budismo o la literatura japonesa, o que quiso ponerse al tanto de las revoluciones estéticas y filosóficas de su tiempo consultando poetas y filósofos contemporáneos suyos, habría que anotar una consecuencia natural   en esta lista de emprendimientos plurales: los secretos encontronazos con el celibato monástico.

Tras llevar casi treinta años vistiendo el hábito de cisterciense, a sus 51 años, Merton se enamora de una estudiante de enfermería, llena de vitalidad y encanto. Los diarios que publica esta edición son una recopilación de páginas significativas. Leyendo los pasajes alusivos en esta antología a tal circunstancia, no queda claro a dónde fue a parar aquella pasión. Merton cede al enamoramiento con fascinación y felicidad, pero se tortura con la idea de tener que prescindir de sus votos de castidad. El amor le envuelve, le sume en vértigos de plenitud, pero nuestro querido monje no nos deja claro hasta qué punto cedió al contacto puramente sexual. Merton, de nuevo, maneja adecuadamente la escritura para resultar convenientemente ambiguo en este aspecto.

Ambos amantes escapan de miradas ajenas, se esconden en los arbustos como colegiales tímidos llenos de pasión. Merton nos dice que se amaban de este modo, como entregándose a la más gozosa contemplación uno del otro y respectivamente,  pero, repito, no es explícito con respecto a lo que acabaría resultando ineludible: la unión física.

Las obligaciones profesionales y los viajes alejarían a Merton de su querida M…

En Merton todo es especial y curioso.  Su muerte también  lo fue. Diríase que la divinidad, al arrebatarlo del mundo de un modo tan súbito como tremendo, confirmaba el grado de su elección seráfica.

Tras una calurosa jornada de trabajo en Bangkok, ciudad a la que había viajado para dar unas conferencias, Merton decide darse un baño. Al parecer un ventilador que se encontraba cerca, entró en contacto con el agua y Merton falleció electrocutado. Una muerte espectacular, si se me permite decirlo así; surrealista, incluso.

La obra literaria y poética de Merton es visitable por lectores que no estén, exclusivamente, motivados por la fe. Cierto es que su obra se inscribe en los parámetros de la cultura cristiana, pero la gran vocación de Merton y su hábil sentido crítico, amplían notablemente tales parámetros. Su escritura está sembrada tanto por la luz de Cristo como por una voluntad de escrutamiento que se aproxima a continentes simbólicos dispares, guiada siempre por un alto sentido de la justicia.

Merton quizá sea un anacronismo necesario en este mundo de perplejidades.     

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