martes, 2 de noviembre de 2021

Una noche cualquiera


Este sábado pasado en la noche tuve que acercarme a la farmacia que estaba de guardia. Lo que necesitaba, salía al día siguiente, pero yendo a partir de las doce ya estaba técnicamente en domingo. Había llovido un poco, una de esas lloviznas que dan vida y no molestan, pero en Orihuela basta que caigan dos gotas para que no quede bicho viviente por las calles. No era tarde, no sobrepasaban las doce y cuarto cuando me encaminaba hacia la farmacia, pero el ambiente solitario era tal que parecía que estuviéramos a las cuatro de la madrugada.

Experimentaba cierto malestar. Me sentía un delincuente, como si fuera a hacer algo prohibido, casi estaba deseando encontrarme con alguien para justificar mi presencia en la calle y decir clara y rotundamente: voy buscando la farmacia de guardia.

Para mi fastidio me equivoqué con la farmacia de guardia, me dirigí a la que estaría abierta el domingo, así que tuve que dar media vuelta y dirigirme a “mi zona”, cerca de casa, pues la que estaba de guardia era la que se encontraba frente al colegio Santo Domingo. Di un buen voltio, sólo me cruzé con una mujer de mi edad que me miró temerosa. El agua caída hacía resplandecer espectralmente la superficie del asfalto y las aceras. El ambiente era el de una película de terror o de suspense. Pensé en lo cómodo que se encontraría la mayoría de personas, en sus casas refugiadas y calentitas, mientras yo, con mi pantalón blanco y mi camisa morada, andurreaba por un corredor urbano que no albergaba ni a un gato. Qué pronto reacciona la gente, qué de inmediato la humanidad en bloque desaparece tras las cortinas de sus casas apenas la naturaleza se muestra un poco hostil.

Apenas estaba acercándome a mi destino, veo a la policía. Tenían aparcado en medio de la carretera el coche y parece que se enfrentaban a unos individuos que se movían entre las sombras. De pronto, la policía apagó las luces del coche y todo quedó sumido en la oscuridad. No sé qué ocurrió con los tipos a los que la policía parecía cercar, no escuché jaleo. Preferí coger una calle que me evitaba tener que pasar justo por en medio del cordón policial.

Al final alcancé mi destino. Llegué  a la farmacia que estaba de guardia. Tras llamar al dictáfono, me atendió un hombre joven. Como ya me ha ocurrido en otras ocasiones, el empleado me recibió con un gesto de extrañeza que me molestó: ¿no es esto una farmacia de guardia, no eres tú quien tiene que atender a la gente y por ello estás aquí? A son de qué esa cara. Si la farmacia estuviera abierta de par en par y no atrincherada tras esa superstición que maldice la hora y la noche y nos convierte a todos en sospechosos de asesinato con alevosía….

Al regresar a casa me topo con un africano y con un par de chiquillos. Los tres, al cruzarse conmigo, me lanzan miradas de temor al tiempo que de contenido desafío. Lo que me irrita no es tanto la actitud de desconfianza como el simple hecho de que nos temamos unos a los otros, que cuasi nos convirtamos en virtuales agresores del otro en el espacio civilizado y racional que nos hemos dado y creado en Europa. Cuando pasan, estoy tentado a ponerme a cantar, a gritar, a recitar algún poema y fulminar estos miedos animales. El hecho de que el temor, el miedo al otro en la piel oscura de la noche, doblegue la luz de la razón es lo que me enfurece.

Al llegar a casa, con tan solo cruzar el umbral de la puerta, dejo atrás el exterior, el espacio de la hostilidad. Me doy cuenta de lo frágil  que es nuestra seguridad: tan sólo una puerta nos distancia del azar, de la incertidumbre, del probable peligro. Al entrar en la tranquilidad del salón, de pronto, estoy lejísimos ya de las amenazas de la noche. Entonces, pensé en mis padres y tuve algunos pensamientos patéticos: cuantas noches se pasaron mis padres aquí, frente a la televisión, sin darse cuenta de que toda la seguridad dependía de que la ventana estuviera cerrada y de la puerta con la llave echada. Tan solo eso. Que vulnerable puede ser nuestro hogar, qué incierta nuestra seguridad. Pensemos en lo que está ocurriendo en La Palma con el volcán. Una rotura en la llave de la puerta, un cristal roto de la ventana y toda la hostilidad de fuera, entraría dentro.

Pero la firmeza del hogar quizá no dependa tanto de su solidez material como del simple hecho civilizatorio que crea ese valor y lo llena de simbolismo. Una línea trazada en un plano significa una frontera contundente entre la inmensidad física y amenazante del afuera y lo que el hombre construye: su hogar.  

 

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