LOS DOS NIÑOS QUE ARRASTRÓ EL AGUA
La imaginación intenta en secreto y con una mezcla de vergüenza y temor, recrear alguno de los episodios más tremendos de las inundaciones recientes en Valencia.
Estoy pensando en esos dos niños fallecidos que eran hermanos, de pocos años, que el agua arrancó de las manos del padre que sí sobrevivió.
Cuando los hechos ocurridos son demasiado terribles, en la mente se produce una interpretación irremediablemente comprimida de lo sucedido, todo viene a reducirse al esquema. La valoración ética plantea el desenlace del mundo en dos principios incuestionablemente enfrentados y antitéticos: el bien y el mal. Y es a partir de aquí que la invocación a la divinidad se resuelve en condena, en aniquilada esperanza o en desconcierto absoluto.
En la “recreación”, como digo, que he hecho casi de modo involuntario al pensar en el suceso comunicado por los noticieros, no creo haber sido tendencioso: lo único que he podido ver, haciendo incluso esfuerzos por acusar a Dios de la desaparición de los niños, ha sido una concatenación de hechos, lógicos dentro de la dinámica natural desenlazada. Uno pretende alzar una condena al mismísimo Dios Padre, pero lo que uno ve en definitiva, es el resultado de un proceso de fuerzas y no un hecho delictivo. Es absurdo odiar al agua, insultar a la lluvia, maldecir el azar. Pienso en lo ocurrido y no contemplo convergencia de realidades ineludibles ni intencionalidad trascendente, es decir: la naturaleza puede ser indistintamente beneficiosa como destructora, y en cuanto a imaginar que los niños fallecidos encontrarán la felicidad total a su sacrifico supremo en el otro mundo que les espera, tal imagen me irrita por ser insustituible por otra cosa más verídica.
A los niños arrastrados por el agua resulta muy complicado encontrarles un responsable, una intencionalidad criminal, si excluimos las responsabilidades técnicas y políticas cuyo esclarecimiento ocupa el debate periodístico actual. No estamos ante un crimen sino ante, todo caso, un accidente. Pero es que la naturaleza del accidente es lo que más inquieta e irrita. La ausencia de una razón o de un porqué a la muerte nos abandona a la desolación del interrogante más ácido y desasosegante.
El misterio, de nuevo, como en tantas otras cosas y cuestiones, asoma aquí. El estoico ejercicio de aceptar la muerte de estos niños sin que el alma ahogue totalmente la protesta, quizá nos aproxime a un concepto ideal a la hora de enfrentarnos a la arbitrariedad y el desconsuelo. Si las fuerzas naturales me hicieron un daño absoluto, quizá deba ser la propia Naturaleza quien reponga de algún modo la esperanza. Si prescindo de todo ejercicio teológico, confío en el universo, en que la muerte de esos niños tenga un sentido inaccesible en el proceso cósmico, aunque tenga que confesar que esta esperanza es puramente poética.
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