miércoles, 24 de septiembre de 2008

EL ARTE SE LLENA DE MUERTE O LA MUERTE ACTÚA EN VIVO PARA NOSOTROS


Los sucesos ocurridos en la localidad de Fago, el asesinato de Sandra Palos, o el asalto al teatro de Moscú, se han convertido en sendas series de televisión y obras de teatro. Teniendo en cuenta la proximidad temporal de los sucesos, uno se pregunta ante esta escalada, qué está pasando, si es que el tiempo ha roto definitivamente sus esclusas y confunde los términos de su fluir en la madeja de un convulso presente, o es que el arte ha dejado de producir por sí mismo y se ha convertido en un parásito de los acontecimientos.

¿Cómo es que lo artístico recurre a las ultimísimas catástrofes, con los protagonistas dolientes, todavía calientes ante nosotros? ¿Es el arte incapaz de crear acontecimiento y se engancha impúdicamente a lo que ocurre para crear el eco de su propia subsistencia; es este un fenómeno significativo de la sutilísima frontera existente entre el arte y la vida, de la indiferenciación de ambos?

Lo que se objeta es qué ganamos pedagógica, humanamente con esta cuasi monótona re-creación de la violencia y del odio, hasta qué punto necesitamos este efecto estereofónico del horror.

Por un lado, se me responderá que la proximidad en el tiempo de los trágicos sucesos que han inspirado esas obras de teatro y esas series de televisión, no es argumento en contra suficiente (ya tenemos película sobre el atentado a la torres gemelas, por ejemplo), que el cálculo del tiempo justo para que una obra de arte recree un hecho real obedece más a una disposición subjetiva que a un baremo absolutamente establecido, aunque tal baremo sea el que con una mayor o menor regularidad se esté utilizando. Por otro lado, se me recordará que el que un film o una obra de teatro se basen en hechos reales, sean estos lejanos o cercanos en el tiempo, es un signo, más que ostensible, de la disolución de la barrera entre la vida y el arte, de la convergencia final de ambos, y que esto es bueno e interesante.

¿Significa esto que me tengo que tragar y aplaudir las acrobacias de unos chechenos impostados con las que La Fura del Baus pretende aturdir mis oídos y mi vista, en su recreación de lo que ocurrió en el asalto al teatro de Moscú, o ver pacientemente las escenas del cruel asesinato de Sandra Palos para instruirme acerca de lo malo que puede ser el prójimo?

Con respecto al primer ejemplo, los que disfrutan en realidad y llevan a cabo su catarsis son los de la Fura: ellos descargan su adrenalina y yo la tengo que dosificar, por mucho que intente "participar". Y con respecto al segundo, a lo que huele una serie, en la que lo único que se espera ver con impaciencia son las escenitas de tortura, es a miserable voyeurismo, a satisfacer escondidamente las cuotas de nuestro camuflado sadismo.

Si, lo sé. El que el arte escoja este o aquel suceso real para idear una obra, no es sino un pretexto para hacer más verídico su mensaje. Pero el asunto es tan repetitivo que resulta obsceno. Una obscenidad que de este modo encuentra una plataforma y desde la que revierte, ineludiblente, hacia nosotros, obscenidad de la que en realidad no son culpables los artistas, sean estos fotógrafos, actores o pintores. Quizá sea esta la misión actual del último arte, exponer a la vista de todos la obscenidad en que vive esta sociedad y en la que nos bañamos todos los días.

Los espectáculos con los que los dadaístas provocaban a los burgueses, el escándalo de una obra musical como el de la Consagración de Stravinshy, son hoy difícilmente repetibles. Por eso los artistas actuales buscan provocar por otros medios. Ahora bien, se provoca para producir el escándalo, y escandalizarse es hacerse cargo moralmente, éticamente, de algo. Lo que pasa es que yo puedo elegir entre obras de arte que me complazcan y otras que alteren mis nervios. ¿De qué tipo de arte, entonces, precisamos más: del complaciente o del provocador? Ahí está cuestión.

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