martes, 13 de octubre de 2009


ITINERARIOS DE LA MEMORIA
EL PASEANTE DE LAS DOS ORILLAS,
de GUILLAUME APOLLINAIRE

El gusto por un tipo de literatura, se explica por la fascinación o el grado de identificación que experimentemos con la ficción en cuestión, con el ambiente, la fauna de personajes y la gama de acciones que esos personajes protagonicen en tal ambiente. Si elegimos una obra literaria en concreto, será porque nos interese tanto el imaginario a ella vinculado como el tempo en que se encuentren sumidos personajes y escenarios. Pero ese gusto, podría justificarse en ocasiones, y si se me permite la artificial escisión entre literatura y vida, al revés, es decir, que la percepción poetizada de una determinada época hiciera que me interesara por la literatura y por todo lo que tuviera que ver, específicamente, con tal época. Esto es lo que personalmente me ocurre con el siglo XIX francés y, sobre todo, con sus últimas décadas. Claro está que tal período es tan "poético" en sí, tan fecundo literaria y artísticamente, que más que hablar de un momento de la historia habría que referirlo como una geografía decisiva de la modernidad o del símbolo. Apollinaire es, en este sentido, un curioso personaje. Ya lo dijo Octavio Paz y yo siempre lo he percibido, también, de este modo: Apollinaire tiene algo de misterioso. Pertenece tanto a la Belle Époque como a la vanguardia, vive en un siglo que todavía anda sumido en rituales y cadencias del pasado, y al mismo tiempo, vislumbra con una gran lucidez - si no me equivoco el término "surrealime" fue una sugerencia suya - lo que está emergiendo con ímpetu de esa espesura decimonónica final que se diluye melancólica y voluptuosamente. Apollinaire se encuentra, pues, entre dos mundos, entre dos tiempos, es el testigo pecualiarísimo de una transición que en el ámbito del pensamiento y del arte será definitiva.

La editorial cordobesa El Olivo Azul publica este libro de recuerdos, El paseante de las dos orillas, que es el primer libro que salió a la calle después de su muerte. Curiosamente, en Francia, acaba de aparecer una nueva edición de sus Caligramas. Ejercicios de memoria en ambos casos. Si la vida le hubiera dado oportunidad, probablemente, este volumen sería más extenso y no sólo una colección de artículos, o bien, tendríamos un verdadero libro de suculentas memorias escritas con más conciencia y menos apresuramiento, pero aun así, el material, que se nos sirve, basta. Apollinaire evoca personajes, poetas, editores, libreros, anécdotas, calles, el mundo de la bohemia, el gusto por lo popular. Las referencias espaciales me fascinan singularmente: la laberíntica casa de Pierre Mac Orlan, con el paisaje fantástico de la fábrica de gas en frente durante la noche; el sótano en que vivía Vollard, el famoso coleccionista de arte, convertido, también, en ocasional taller de imprenta de almanaques y revistas;los muros de la calle Berton, acribillados de grafitis, alguno de los cuales, transcribe.... El episodio de cómo conoce al caricaturista Ernest La Jeunesse es extraño y algo confuso. Lo que Apollinaire hace en este libro me recuerda las caminatas que un Atget tuvo que hacer con su pesado equipo para fotografiar íntegro todo "el viejo París" a través de miles de negativos. Ambos hacen memoria de una época, de un mundo que la Primera Guerra Mundial trastoca definitivamente: uno a través de la escritura, el otro a través de imágenes fotográficas. La condensación del tiempo ya se ha efectuado, y ello justifica la eclosión del testimonio, del recuento. A Atget sólo,le interesan las calles viejas, las calles históricas y las gentes que viven en ellas. Apollinaire escribe teniendo todavía ante sí a los protagonistas de quienes habla, pero con la conciencia de que algo ha cambiado, de que algunas heroicidades pertenecen ya al pasado, de que el tiempo empieza a acumular nombres y actitudes. Una época demasiado fascinante para recuerdos escuetos. Pero extensión mayor de ese testimonio lo tenemos en el resto de su heterogénea obra, en la libertad de su palabra poética, lúdica, ligera y audaz: la imaginación de quien se lamentaba de la vejez de Europa y hacía poesía visual cuando las señoras aún no se habían liberado del corsé.





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