lunes, 19 de octubre de 2009

SUEÑOS
La podredumbre ganaba terreno en las pistas de aterrizaje.Pero mis familiares impedirían que me subiera a un vuelo con tan pocas garantías hacia países que tuvieran más de una X cirílica en su alfabeto.

La cabeza de Stravinsky es un gran huevo de mármol negro posado sobre un receptáculo de terciopelo también negro, y colocado en una habitación pequeña, en una especie de cámara. En la forma oval, reflejo de una fotografía del músico con algo de escorzo, creo advertir el carácter hermético de su creatividad musical.

Veo texturas explotadas, como el molde en el aire de una voz o de un rostro.

La parte se desvinculaba del Todo, pero en los gajos que la componían, latían las dinámicas desconcertadas de un Todo virtual. Y de pronto, todo cesaba como por encargo remoto de aquella parte que en realidad lo quería todo.

Veo platillos volantes en la lejanía, por la noche. Voy recogiendo huellas de su paso por la playa. De pronto, los diviso a lo lejos, acercándose. Siento un pánico indescriptible, como el que el hombre primitivo experimentase ante lo arcano.

Tina Turner es una giganta de unos tres o cuatro metros. Se encuentra atravesando un áspero terreno. Yo, que a penas le llego a la rodilla, le ayudo a escalar pendientes, acariciándole disimuladamente, el muslo.

Recuerdo un sueño tremendamente angustioso. Estoy solo en mi casa y llaman al dictáfono. No sé quién es o lo que representa, pero me aterra que alguien le abra la puerta y pueda subir. Voy recreando imaginariamente cómo esa criatura, cosa o persona, va subiendo las escaleras, tomando el ascensor y subiendo a mi casa. Entonces, cuando tuve el sueño, vivía en un sexto piso. Después de unos minutos de angustia, escucho con pánico que tocan la puerta. Es como en las películas, cuando el asesino acosa a su víctima. Pero aquí no hay miedo a una agresión física. Se trata de un terror a algo oculto, indefinido. Yo me escondo en los rincones de la casa, por las habitaciones, tras los muebles. El timbre continúa sonando. Haciendo acopio de valentía, me aproximo a la puerta y me atrevo, con mucho cuidado, a echar un vistazo por la mirilla para ver al monstruo. Sé que está ahí, noto su presencia abstracta, pero no veo a nadie.

Estoy en la biblioteca de Borges. No hay demasiados libros. El mobiliario es de un sofisticado rosa-violáceo. Borges dormita en un sillón. Yo aprovecho para curiosear. Sobre las estanterías, veo pequeñas gemas que recogen la luz en su interior. La luz de las gemas se hincha y se deshincha con suavidad, como si respirara.

Sueño que vuelo por los osarios del siglo XIX. Atravieso ciudades sombrías, campos desolados, ruinas con verjas oxidadas. Las imágenes tienen el aspecto de los disparates de Goya.

Subo al segundo piso que nos quedó en herencia de mi tía abuela. Arriba me encuentro con un lago, en el que sobre una espesa maleza que flota sobre el agua sin dejar vela, diviso objetos antiguos a la deriva. De pronto pasa un sarcófago egipcio de bronce. Yo me desespero porque no sé cómo atrapar esas reliquias que se va llevando la corriente.

Las mujeres-vampiro asolan la ciudad. Atacan de noche, aunque siempre es de noche. Yo y un grupo de amigos decidimos escapar al campo. Cuando estoy preparando el equipaje, de un rincón de la habitación, y como emergiendo de los trastos allí tirados, se levanta una figura oscura. Es una mujer-vampiro que ha entrado en mi habitación. Yo le ataco con una espada y queda convertida en un grafiti sobre el suelo. Huimos. Por las calles las mujeres-vampiro van corriendo, de un sitio a otro.
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Sueño que en la habitación en la que estoy es el presente. Afuera, en el pasillo, oigo la voz de amigos y familiares de la época de los noventa. Yo me pregunto qué pasaría si abriera la puerta y me enfrentara al pasado. Lo hago. Abro la puerta, salgo al pasillo y un conocido, al verme, pega un alarido, aterrado y echa a correr. Para él soy un fantasma. Más tarde estoy con unos amigos discutiendo lo ocurrido. Mientras hablamos me doy cuenta, a través de la ventana, de que en el mirador del piso superior hay un personaje del siglo XIX, un tipo romántico, con levita y el pelo muy repeinado, a lo Cheautebriand. Yo le increpo, molesto: "¿Qué eres tú con respecto a mí? ¡Eh, di! ¿Yo soy el presente, tú el pasado?" El personaje se retira lentamente, mirándome con una sonrisa sarcástica.



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