martes, 13 de abril de 2010


DIARIO DE MI VIAJE A CHINA

ROLAND BARTHES


Algo le pasó a Barthes para que su viaje a China le resultase mucho menos fructífero que el realizado a Japón. A la maquinaria semiótica le entró pereza ante el gigante chino. O no estaba en forma, intelectualmente hablando, o padecía cierta inapetencia analítica tras su incursión japonesa, ya que mientras que su exploración del mundo oriental en el país del sol naciente nos legó El imperio de los signos, precisa y lúcida lectura del impacto estético que le produjo, el viaje a China nos deja apenas unos documentos de campo, cuadernos de notas, más que un diario de escritura desarrollada. El intento de descifrar lo chino fluctúa y ya en las primeras impresiones, Barthes confiesa que no podrá llevar a cabo tal empresa. Todo queda en un proyecto, en estas notas esquemáticas, alguna de ellas interesantes, pero impotentes ante un desarrollo. Barthes es sincero. Quizá la vastedad del país, la uniformidad social impuesta por la doctrina comunista, los protocolos de un viaje programado y guiado por las autoridades chinas, el desdén del propio Barthes después de su libro sobre Japón, influyeron en este ¿fracaso?
Después de todo no deja de ser significativo que el visor diseccionador del gran semiólogo redujera sus observaciones, en un universo tan específico como el chino, a una serie de notas y no a una obra ensayística. Japón ya lo ha supuesto todo: en un espacio más reducido que el chino ha encontrado, sintetizadas y explícitas, las particularidades estético-sociales de lo que denominamos como oriental, y ante la enormidad de China, no es que cunda el cansancio o el hastío, sino que no descubre nada insólito que no registrara en su viaje anterior.
Llega a decir que no cree estar en Asia, que no ve lo exótico en China. Falta el acontecimiento leve y escurridizo, el "pliegue" que en Japón identificaba a través del haikú.
Como todo occidental, el prurito racionalista de localizar, dividir y ubicar prácticas y significados, se topa con una externidad sin dualismos ni densidades ocultas: "Hay que tomárselos literalmente. No son interpretables", dice sobre los chinos, tras una cena.
Lo único que rompe livianamente esta superficie, que produce la distensión, es lo erótico, que Barthes busca con cierta desesperación y que sólo encuentra en alguna mirada sorprendida, en el abandono de la multitud cuando por la noche asiste a algún espectáculo, en la impresión que le producen algunos obreros de aspecto "sexy". En estas notas descubrimos al discreto homosexual que fue Barthes: se convierte en un experto observador de manos y uñas de obreros jóvenes.
Resulta chocante el motivo -"ladrillo" - con el que constantemente define el discurso estereotipado de los guías y los personajes adoctrinados con los que se encuentra, en perfecta sinonimia con la utilización coloquial con la que nos referimos a algo previsible, pesado y aburrido.
En definitiva, Barthes tilda a los chinos de "cuáqueros" y a las china de "monjas" y se pregunta dónde está y cómo es su sexualidad. Ahora que a los chinos los tenemos por aquí en progresiva abundancia, y sin ovbiar su naturaleza risueña - Octavio Paz decía que nadie sonríe mejor que los chinos - confirmamos las dudas y las cuestiones de Barthes: mimetismo y discreción conformando el gran "ladrillo" de la presencia china. ¿Los ojos rasgados impiden la expresividad, o somos nosotros los que tenemos un concepto efusivo, excesivo, de la expresividad?

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