NELLIE BLY
LA VUELTA AL MUNDO EN 72 DÍAS
La periodista norteamericana Nellie Blye emprende, por encargo profesional, en noviembre de 1889, la vuelta al mundo con la intención de realizarla en 74 días. Obviamente, el referente de este viaje es la famosa novela de Julio Verne, y Nellie intentará demostrar que la vuelta al mundo se puede hacer en menos de ochenta. Todo libro de viajes es un relato a través del espacio y del tiempo. Ahí radica su encanto. Ahora bien, a Nellie no le ocurren grandes aventuras: todo el viaje se lo pasa en barco: "Es increíble lo infantiles que podemos llegar a ser a bordo de un barco", escribe a propósito de los pasatiempos a los que se ven obligados a entregarse los pasajeros. Para llevar a cabo su empresa, se enfrenta a dos dificultades verdaderamente serias: hacer la vuelta al mundo con tan sólo dos mudas de ropa y lograr introducir el tarro de crema hidratante para la piel en su bolso de mano. Sorteados estos dos obstáculos, inicia su ruta, y lo extraordinario radicará en lo exorbitante de la meta que se propone y la exultación personal, de resonancias sociales, que supuso llevarla acabo en su tiempo. El interés del relato estriba, pues, en el carácter pionero de este tipo de retos "a lo guinnes", con la singularidad añadida de que el protagonista es una mujer.
El entusiasamo por batir records, el desasosiego por circunvalar continentes o planetas, parece ser el delirio moderno por retar a la naturaleza y dominarla. De ahí que el hundimiento del Titanic se haya convertido en una suerte de fábula moderna sobre el enfrentamiento entre la técnica y la naturaleza salvaje, cuya sorda moraleja nos advierte de los peligros de intentar superar o domeñar a las fuerzas naturales, de querer emular, en definitiva, a la divinidad. Como ya digo, el viaje de Nellie no ofrece grandes aventuras, obligada a bajarse de un barco para, a continuación, subirse a otro, y así una y otra vez, hasta su regreso a Estados Unidos. Pero la periodista es joven, animosa y buena observadora. Denuncia lo molesto que resultan los ferrocarriles ingleses, cuyos compartimentos se cierran con llave hasta final de trayecto, obligando al viajero a no moverse del cubículo junto con los extraños que les haya tocado en suerte como compañeros de viaje. El aspecto enjuto y oscuro de las carnes de un curtido capitán de barco hindú, le hace pensar en arenques ahumados. Los chinos son sucios, los japoneses son limpios. Un individuo cuyo camarote se ha inundado, intenta achicar agua con una pitillera. Analiza los distintos tonos de los silbatos de tren estadounidenses y británicos, y se queda horrorizada al observar un extraño objeto metálico y con plumas que flota en el agua, hasta que al aproximarse lo suficiente, resulta ser una boya.
Hay otras observaciones que resultan chocantemente actuales. Por ejemplo, y como efecto rentabilizador de la colonización por parte de los colonizados, la conversión de lugares sagrados de chinos e hindúes en sitios turísticos (para los europeos, se entiende, claro).
Siendo ella norteamericana, los encuentros con británicos tienen un ligero matiz de extrañeza: "Vi a un inglés del grupo lanzar una mirada furtiva a la Union Jack (la bandera estadounidense) que ondeaba por encima del consulado británico, pero de manera dubitativa, como si temiera que yo pudiera verlo".
Al llegar a Francia, Nellie no tiene más remedio que hacerle una visita obligada a Julio Verne. Al ir a despedirse de la señora Verne, equívocamente escribe: "Tuve que sofocar mi inclinación a besarla en los labios, tan dulces y rojos como eran, y mostrarle cómo lo hacemos en Estados Unidos. Mi carácter travieso suele causar estragos en mi dignidad". La jovencita Nellie dispuesta a aplastar sus labios contra los de una distinguida y algodonosa viejecita. Jugosillo pasaje cuya interpretación reclamarían hoy con gusto proselitista determinados colectivos.
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