martes, 8 de febrero de 2011


AUTONIMIAS, O EL CONCURSANTE QUE FORMABA PARTE DEL JURADO

Un camarero que es servido por otro camarero, un director de cine que va una sala de cine a ver una película, un fotógrafo que es fotogradiado... A estas figuras, Barthes las denominó autonimias. Yo estoy actualmente justo en el centro, si no de una autonimia, al menos de algo que se le parece en su versión de signo opuesto: estoy terminando un poemario para enviarlo a un concurso y resulta que me llaman para ser uno de los miembros del jurado de la preselección de otro concurso literario. Yo, que no he ganado ningún premio de poesía y que me rompo la cabeza pensando cómo hacerlo, que virguería hay que llevar a cabo para conseguirlo, me veo, de pronto, formando parte de la parte contraria, la que que me debe juzgar, la que pasará por el ojo inmisericorde de la crítica, mi delicado trabajo poético, mi experiencia cifrada bajo ese concurso de palabras y de arrobos secretos que es un poema. Y la cuestión es que ya sé cómo hay que proceder para causar el efecto-anzuelo en los que lean los poemas: cohesión temática, versos breves en los que se diga mucho con poco, alguna pincelada culturalista, huida de lo experimental, dosificación de barroquismos y oscuridades, en suma, redondez formal, precisión y lógica (poética) en los versos para que estos fluyan sin confusión en la lectura.
Pero nada, no aprendo de mi experiencia de jurado poético. No puedo escapar de mis condicionamientos retóricos. Y una y otra vez cometo los mismos fallos, complicarle la lectura a un jurado que quizás, cuando esté leyendo mis poemas, esté tranquilamente en su casa, a la hora de la sobremesa, tomándose un café. Estar esforzándote por acabar un poemario, al tiempo que estás leyendo poemarios ajenos, es una tarea a veces estimulante, viendo lo que se atreve a escribir la gente, pero otras, resulta empobrecedora, mentalmente aplastante, cuando compruebas que, a pesar de todos esos arrobos secretos que mencionaba, tu voz es apenas distinguible del resto en la sucesión monótona de los folios.
Personalmente, ser jurado de un concurso poético me es algo antipático, ya que con quien me identifico es con los "aspirantes", aunque, a decir verdad, ya se sabe en qué consiste la labor de un jurado de preselección: en eliminar la morralla y dejar para el jurado que aparecerá ante las cámaras y los periódicos, el material purificado del que saldrá, dictaminado por ellos, el vencedor definitivo. Revisando el montón de poemarios que me ha tocado en suerte leer, entusiasma comprobar cómo la gente sigue escribiendo poesías, cómo confiesan sus verdades existenciales y vitales más tremendas a través de este medio, cómo la creación, pese a todo, sigue adelante y el pensamiento verdaderamente libertario alienta con fuerza lejos del entramado del espectáculo y la industria de noticias en que se ha convertido la sociedad. Esto es lo que más me satisface. Mientras, e independientemente de esto, espero dar con algún jurado más o menos perezoso me conceda, venturosamente, algún miserable laurel a mis des-aventuras lingüístico-poéticas.

1 comentario:

José Antonio Fernández dijo...

Me ha gustado mucho esta lectura. Has explicado muy bien eso de estar en el centro. Víctima y verdugo, jefe y asalariado.
No he tenido la oportunidad de vivir la sensación de poder que se ha de sentir al ser jurado. Entiendo que es un trabajo dificil, farragoso y que debe de dejar la sensación de no hacer bien el trabajo pues posiblemente tire por la borda algún trabajo que valga la pena pero que no coincida con el perfil o el gusto de la persona que lee el trabajo.
Como concursante, ya sabrás el esfuerzo titánico que es realizar un poemario pero, claro, sólo puede ganar un trabajo y muchas veces, seguramente, no el mejor.
Tomo nota de la forma de proceder para atrapar la atención del juez.
Saludos.

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