miércoles, 5 de febrero de 2014

FOGWILL. LA GRAN VENTANA DE LOS SUEÑOS


 
 
 

Con un sueño podemos hacer dos cosas: contarlo o analizarlo. Yo diría que a la segunda opción ya hemos desistido un poco. Tras el ingente parloteo psicoanalítico, nos encontramos, más o menos, como cuando, psicológica y técnicamente, no sabíamos nada y nos enfrentábamos al desciframiento de su huidizo simbolismo con el único recurso de la imaginación particular o el llamamiento a unos arcanos estereotipados de significación nebulosamente sugerida. Con respecto a la otra opción, contar un sueño no es, precisamente, algo  fácil. Nada más complicado y traicionero que intentar contar  un sueño en su literalidad. La narratividad del sueño ofrece singularidades refractarias a nuestros parámetros lógico-lingüísticos. El sueño es en sí un lenguaje propio. En este sentido, los sueños siguen manteniendo una irreductible autonomía que estriba en su negativa a ser sustituidos por lo que no sería sino una traducción. Les ocurre como a la poesía. Cualquier transcripción es ya una recomposición de su fluir originario, una adaptación a la inteligibilidad, y por lo tanto, una deformación.

En este libro, de algún modo, Fogwill, confirma esta “nueva” ubicación interpretativa de los sueños, y olvidando aprovechamientos literarios o análisis exhaustivos de los mismos, se limita a contarlos como si fueran curiosas historietas vinculadas a su persona y a su psiquismo, e interesándose, a lo sumo, en el sueño como fenómeno biológico dador de imágenes en cuyo relato interviene tanto la cavilante memoria como el estricto y consciente deseo de narrar, ya que, irremediablemente, la comunicación del sueño se hace posible sólo gracias a la estructuración que le dona el relato de la vigilia. No es posible, pues, contar el sueño desde el soñar mismo. El sueño no es el recuerdo que tenemos de él, exactamente. Hay factores difícilmente delimitables que intervienen en el sostenimiento del sueño, en la configuración que el recuerdo, presumiblemente, rescata.

Fogwill señala que no hay registro en la historia de sueños relacionados con el olfato. Alude a razones neurológicas desconocidas hasta el momento. Afirma, también, que tampoco existe música soñada, que no hay sueños de música. Quizá olvide cómo compuso Tartini su famosa Sonata del diablo; aunque quizás Fogwill tenga finalmente razón, pues Tartini, al despertar no se limitó a transcribir, sino a componer una obra lo más parecida posible a la que, supuestamente, había soñado y que al despertar, olvidó totalmente. Según Fogwill,  - podríamos atrevernos a argumentar nosotros - , Tartini no soñaría tal música, interpretada fantásticamente, por el diablo, de la primera a la última nota, sino que se trataría, fundamentalmente, de una ilusión onírica, de el infundio creado por el recuerdo de una impresión, en realidad, fantasmagórica y remota. Tartini se autoestimuló a sí mismo a través de un sueño para crear una obra musical que no habría podido escribir de otro modo. “La función del inconsciente siempre es compensatoria”, recuerda Jung.

Creo que Fogwill acierta en su observación. Lo que dice es que nadie, que se sepa, ha soñado con una serie compleja de notas concretas y que, posteriormente, con plena consciencia, se haya limitado a transcribirlas mecánicamente. Yo mismo he soñado en tres ocasiones con música, unos pocos compases de una orquesta imaginaria, pero no fueron exactamente sueños, sino ensoñaciones en estado de semivigilia, e instantes después, me era ya imposible reproducirlos, ni siquiera mentalmente.

El sueño más sorpresivo, elaborado y literario de los que cita Fogwill en estos apuntes, es uno que titula Los días blancos y los días negros, en el que toda la nación ha adquirido el calendario lunar y se decreta un cambio en la notación musical. Fogwill visita España, y en un simposio se encuentra con que tiene que convertir su poemas en composiciones pianísticas con la fatalidad de que el único piano que se le facilita es uno con todas las teclas blancas.     

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