martes, 7 de abril de 2015

EL TIEMPO DE PASOLINI







Se cumplen 40 años de la ignominiosa muerte de Passolini. Escucho por Radio Tres al director de Nórdica hablar del libro conmemorativo que ha publicado, un volumen con poesías del autor italiano. Por la noche, compruebo que en el  videoclub de ONO hay disponible un film suyo: Las mil y una noches. Veo la película. Las críticas que encuentro en la red, no son muy brillantes. Sobre todo se dedican a  denunciar el carácter desfasado de las escenas eróticas, como si eso fuera lo importante. En este punto, resulta sorprendente comprobar cómo la pereza mental, los prejuicios estéticos e ideológicos nos pueden impedir ver con objetividad y novedad la dimensión artística que se despliega ante los ojos, recontextualizar un conjunto complejo de signos. La verdadera obra de arte supera siempre nuestros particulares modos de juzgarla, disfrutarla o encasillarla. Recuerdo la fascinación que sentí, allá, a fines de los años setenta,  cuando descubrí el cine de Bergman. Posteriormente me distancié de él, pensando que era un pedantesco producto de la mentalidad protestante, para, a continuación, hace unos pocos años, olvidar semejante juicio y volver a descubrirlo entusiásticamente como una obra artística de extraordinaria altura. Era yo quien cambiaba, no la obra, naturalmente.  

En el cine de Pasolini vibra algo tremendamente patético y auténtico. Ese aire remoto y tan tierno, a la vez, a la hora de retratar a personajes y mundos populares, tanto antiguos como actuales, literarios y reales. Las mil y una noches me ha gustado por eso, porque logra transmitir un espíritu premoderno,  no sé si clásico, pero sí, por momentos, adánico, originario.  La juventud, el erotismo, la sensualidad, la luz, el sol, lo fantástico atravesando súbitamente esa laxitud vital de oriente.

Las historias se entrelazan de un modo inextricable. Son como las ramas de un árbol. Ramificaciones de ramificaciones. Podríamos decir que en Las mil y una se asiste a una celebración vertiginosa del fatalismo oriental (un fatalismo lúdico, en este caso): todos los sueños que tienen los múltiples protagonistas, se ejecutan irremediablemente, cumpliéndose el destino de cada personaje y conformando una compacta red tan interminable como enloquecida. Hablaríamos, claro está, de un fatalismo meramente funcional con respecto al  conjunto narrativo: ser el eje articulador de las pululantes  historias que se generan y del carácter final de las mismas, de su apunte fabulístico.

Pasolini logra reflejar ese carácter caprichoso e inescrutable de las historias que surgen del ámbito mítico, traduce impecablemente en el orden cinematográfico lo que se siente, o  se experimenta al leer tales historias en la edición escrita.

Destacaría la genial y puntual utilización de la música. En alguna de las secuencias, como introducción de un desenlace, suena un poderoso órgano de catedral gótica. El efecto sobre una narración de ambiente oriental es fascinador. El carácter fantástico de la obra literaria y de la película, amoldan sin contrastes fallidos, detalles de esta naturaleza. Lo artístico aunque provenga de hemisferios distantes, es siempre materia cómplice. Hay otros momentos, cuando suena el fraseo de un arpa, en los que algo se estremece, con arrobo, en el corazón. El cine es esta máquina de sensaciones fascinadoras.

Al día siguiente de ver la película, encuentro en mi biblioteca el libro de Borges Siete noches, que contiene una serie de conferencias dadas en Buenos Aires. Una está dedicada a las Mil y una noches (a la obra literaria). Al hablar del intrincado despliegue de las historias, Borges cita lo que un personaje dice: La verdad no reside en un sueño sino en muchos, es decir, la verdad no se encuentra, específicamente,  en lo que un sueño muestra sino que reside en la suma del complejo de todos los sueños. Justas estas palabras son las que profiere uno de los personajes protagonistas en la película de Pasolini. Se trata de la sintetizada exposición de todo un principio filosófico y estético: la multiplicidad como receptora y expesión de la realidad,  la multiplicidad que abriga la unidad de lo existente.
La imagen de la película es como una gran plancha de mármol atravesada de nervaduras: la de las historias sin fin.

La película tiene hoy una peculiar resonancia. ¿Qué les parecería a los árabes actuales esta lectura jovial y fantástica del oriente musulmán; retrata su mundo, de alguna manera? ¿Es con ese oriente con el que hay que procurar renovar el contacto; es, en definitiva, ese oriente el que debe florecer en un futuro inmediato, el modelo de su progreso?

Algo me ha llamado la atención en la película y que me ha hecho recordar la situación  entre Occidente y el mundo árabe. En una de las historias aparece un extranjero, es decir, para más señas, un cristiano. El personaje tiene el pelo rojizo y a pesar de ser un esclavo, se comporta de forma chulesca y soberbia. Infringe las normas del palacio real y es crucificado como castigo…. Para compensar, y como para demostrar la imparcialidad de la justicia, otro personaje, este, musulmán, se comporta del mismo modo y acaba también siendo crucificado. Supongo que esto debe estar en los textos originales, es decir, que no es invención de Pasolini. Cómo interpretar este detalle a la luz del estado actual de tensión entre ambos universos….

De todos modos, y a propósito de esta obra, tanto la literaria como la fílmica, la fórmula :  más Las mil y una noches y menos Islam,  ¿podría ser la base que facilitara el diálogo entre el mundo árabe del futuro y Occidente? 

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