martes, 19 de noviembre de 2019

MUNDOS, MODOS, SECUENCIAS.




La obsesión de Nerval por la figura fantástica del doble, por los dobles significados esotéricos de las cosas. Algo, quizá, “normal” en una persona cuyo signo astral también expresaba duplicidad: Géminis.


He descubierto la figura de Anita Berber, una musa del expresionismo alemán. Sorprende cómo asumió en sus carnes el poder del deseo y representó la atracción retorcida y salvaje del sexo en una época tan temprana del cine. Que un poeta, Sebastian Droser, fuera su compañero y que actuara junto a ella en sus representaciones y espectáculos en público, me ha hecho pensar en los grados de aventura de aquel entonces, cuando el fenómeno de las vanguardias, los modos nuevos y revolucionarios de ver e interpretar estéticamente el mundo, estaban en eufórica explosión.


Leo en Asklepios, del siempre admirable Miguel Espinosa, una definición breve de lo que los surrealistas buscaban por calles y ciudades y sueños: llamo expectación a la particular situación de creencia y espera en el suceso. La constante expectación nos conduce a la intuición de la aventura que puede ser definida como la llamada del acontecimiento. Sólo el que tiene fe en la llegada del acaecimiento y en la existencia de lo maravilloso, espera la aventura, es decir, la realización de lo indeterminado.




Soñé, aproximadamente, lo siguiente (puros procesos abstractos): el tiempo era. De pronto, sucedía algo y el tiempo experimentaba como una suerte de autoabsorción. El tiempo había desaparecido. No, mejor dicho: nunca hubo tiempo. No es que lo anterior hubiera cesado de ser, sino que no había tenido lugar. No había constancia de un fenómeno que hubiera sido y ahora no fuese: simplemente nada de lo anterior había sido. Y esto, lo nunca, tenía representación en el sueño como  puro contenido. Por unos instantes, soñé con la inexistencia del tiempo. Ahora bien, yo, conscientemente, estaba fascinado con todos estos movimientos, según alcanzaba la conciencia. 




Que la traducción pueda mejorar al original es algo que ya hemos escuchado en más de una ocasión y que me hace recordar el poder similar que tiene el doblaje: la voz doblada de Marlon Brando, por ejemplo, suena mucho mejor que la suya propia, poco consistente y decepcionantemente nasal. Pero que la traducción, sin menoscabar al original, produzca una obra admirable, una voz nueva podemos comprobarlo en la versión que del Libro de Job lleva a cabo nuestro clásico, Fray Luis de León. En la versión en castellano, el Libro de Job suena tan inmejorable como cercano, tan eufónico y bien dosificado en sus secuencias versales,  como sapiencial y piadoso. La genialidad que realiza Fray Luis de León es que esta obra de la Biblia, emerja desde el castellano como expresión originaria, como si en tal lengua tuviera nacimiento su orden espiritual, su filialidad, digamos. El Pierre Ménard borgiano copia integralmente un texto, el Quijote, pero lo hace desde un contexto conceptual y social distinto. Fray Luis de León traduce un  texto milenario y lo hace resucitar de modo natural en otro idioma sin que la maestría anónima del original se rebele contra esa traslación. Fray Luis duplica el libro de Job, dos libros de Job escritos en distintas lenguas pero que son, en realidad,  uno. 



Ya no hay maestros del verbo. No hay ni Borges ni René Char nuevos. Ya no hay sacerdotes del lenguaje, creadores de idiomas. Si los poetas claudican, los tiempos se vuelven ininteligibles. Y según Octavio Paz, esto es culpa de las sociedades, que se alejan de los poetas, no al revés. La juventud es experta en nuevas tecnologías y mundos virtuales, pero es extraña a las aventuras de los grandes creadores y humanistas.     


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