viernes, 29 de mayo de 2020

COMO UN DIARIO III




Escuchando por casualidad música de chunda –chunda. Hasta en esta “música” se cuelan momentos de melancolía, el velado romanticismo de los adictos al éxtasis y a las anfetaminas discotequeras.


En estos tiempos en que la poesía no disfruta, precisamente, de un primer papel en la sociedad, me interesa cada vez más la poesía, tanto su experiencia, la calidad documental de su registro, como las poesías que han sido, el mensaje que han dejado del tiempo que fue y que a nosotros, lectores confusos y entusiasmados, nos toca descifrar. Qué cambiaría en la percepción y en la interpretación de la realidad si recuperáramos la intensidad, la plenitud expresiva de la poesía.  



Leyendo a José Antonio Ramos Sucre. Revolviendo cajones me he encontrado con un notable volumen publicado por una Universidad de Costa Rica, en 2001, en el que figuran ensayos sobre la obra de Sucre, cartas, semblanzas biográficas, textos inéditos, y varias obras suyas, completas. La famosa Las formas del fuego, que cuando Siruela la publicó hace unos cuantos años y que entonces no pude adquirir, funcionó como una reivindicación del autor venezolano, se encuentra aquí, junto a otras. Es un placer leer a Sucre. Sus poemas en prosa o sus prosas poéticas son exhibiciones de escritura. La utilización maestra del adjetivo me ha hecho recordar a Borges. Internándome en una obra notable como esta y aparentemente tan olvidada por estos lares, he experimentado el misterio que a veces encarnan las obras literarias: son como grandes fotografías de mundos complejos que han sido, vectores de universos que sólo a través de la palabra escanciada de la poesía, recobran su existencia en el entramado del tiempo. Leo, por ejemplo: Yo decliné mi frente sobre el páramo de las revelaciones y el terror, donde no se atreve el rocío imparcial de la parábola.  Qué fascinantes que se vuelven los tesoros escondidos en el piélago del tiempo, y qué agradable sorpresa que esos tesoros hablen nuestra lengua.   



Releyendo el diario del escritor húngaro Géza Csthat, el don Juan oscuro. El buen hombre aprovecha su posición de médico de un balneario para seducir a una paciente tras otra, incluyendo a las camareras del centro.  Morfinómano y erotómano, Csthat es el autor de la conocida colección de cuentos titulada Cuentos que acaban mal.   
Comprobando la relativa facilidad de sus aventuras eróticas, he llegado a pensar que las relaciones sexuales no dependen tanto del marco o época cultural donde se den como del lugar concreto y las circunstancias cotidianas donde convivan determinados núcleos sociales que por tales características las faciliten o las coarten. El procedimiento de Csthat para conquistar a las damas es descarado y egoísta al tiempo que sutil y astuto. Estando prometido, fornica alegremente. Sólo le importa su bienestar. Csthat es uno de esos tipos que aunque utilice el noble arte de la palabra, resulta de lo menos recomendable, es decir, la literatura apenas le sirve para sublimar sus obsesiones. Su comportamiento recuerda a los maltratadores actuales. Este dejarse llevar por la fuerza de los instintos tuvo un final trágico: se suicidó después de asesinar a su compañera.


A propósito del personaje anterior, haciendo memoria me doy cuenta de que casi todos o la gran mayoría de nombres o autores húngaros que conozco son gente…intensa, digamos. Atila Josef, el poeta húngaro, de notable temperamento que se suicidó; Bela Bartok, el extraordinario compositor, hombre también, de gran atractivo psíquico y magnetismo; Arthur Koestler, el escritor de insólita andadura intelectual, que también acabó suicidándose; Bela Kiss, el “famoso” asesino en serie de principios de siglo; la Bathory, la famosa princesa sangrienta de Pizarnik, aristócrata y psicópata asesina….   



Cada vez que leo a Simmel, me parece más interesante e insólitamente actual. Sus reflexiones sobre la moda o sobre las ruinas engarzan con el pensamiento que subraya lo estético como uno de los procesos más importantes y determinantes de la modernidad. Su texto Sobre la aventura también resulta de lo más jugoso.  La aventura no es meramente un fragmento peculiar de nuestra vida sino un período o una experiencia que posee dinamismo y compacidad propios y que resulta independiente del resto de la existencia. Frente a la pasividad y la aparente homogeneidad de la vida cotidiana, la aventura es lo que, precisamente por su naturaleza, se opone a tales características. Los conquistadores españoles, los conquistadores amorosos como Casanova, serían aventureros por excelencia con ciertas vinculaciones finalmente místicas. El aventurero trata lo incalculable de la vida de manera idéntica a como nosotros nos comportamos con lo calculable. Por eso, es el filósofo el aventurero del saber, escribe Simmel.
La aventura como universo propio, como emprendimiento individual, me ha hecho reflexionar sobre algunos de los momentos de mi vida, pero también he ido a acordarme de los payasos de la tele y del programa que emitían los sábados por la tarde a finales de los setenta. Si recordamos, el programa estaba divido en varias partes diferenciadas por los distintos números o tipos de actuación que se daban en ellas. La parte de mayor duración, la que contaba una historia divertida, se llamaba, precisamente, La aventura.  Era lo mejor y lo más extenso del programa. Y me llama la atención que de igual modo que el programa infantil, la definición fundamental de aventura dada por Simmel se adecúa a ella: momento o secuencia de la vida, de significación específica y circunstancia totalmente autónoma con respecto al resto de la vida. La aventura como la aventura de los payasos es un momento vital de imprevisibilidad pura, de riesgo total, un momento en el que todo puede pasar, un instante en el que todo suceso puede producirse, incluso los de mayor riesgo. Y lo sorprendente es que quien se aventura a la aventura, lo hace con una relativa pero suficiente seguridad: se lanza a territorios nuevos pero con tranquilidad, como si ese espacio que por su atrevimiento se le va a abrir de experiencias nuevas, fuera su hábitat natural (hasta que la aventura cese). En el año 81 ingresé en un convento franciscano no por vocación, sino porque era la única opción de vida que entonces se me antojaba posible al abandonar el instituto y sentirme en fiera lucha contra todo lo que la sociedad me ofrecía. Pasados un año y pico, la fuente de novedad que la estancia y la convivencia en el convento suponía, cesó. Entonces regresé a la vida social y civil, al mundo laico. Aquel fragmento de mi vida es totalmente independiente del resto, conserva en mi memoria su plenitud y su peculiaridad, adecuándose a la definición básica que da Simmel de aventura.



Sigo con la relectura del diario de Géza Casht. Compruebo algo que hoy no cesa de salir en el discurso feminista. Con respecto al hombre, la posición social y económica, siempre inferior, que ha ocupado la mujer. Gasth después de haberse satisfecho con una y otra camarera, el personal de limpieza del balneario del cual es el médico, les suele dar a estas mujeres, dinero, consciente de lo limitado de sus salarios, y otras veces, por pena, como confiesa. ¿Qué pena es esa? La condenación fatal de aquellas mujeres a una precariedad insalvable, ante lo cual, la más óptima y única solución era el matrimonio. Pero es que al darles ese dinero se les estaba llamando, en definitiva, prostitutas.      




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