jueves, 13 de enero de 2022

AUTONOTIFICATIONS



En Occidente se sigue ignorando o queriendo no conocer la genialidad de la música de los siniestramente llamados países del Este: Bulgaria, Hungría, Rumanía, Serbia, etc... Francamente, no comprendo esta obstinación o esta falta insólita de sensibilidad. Se trata de una música que a mí me atraviesa el alma: es divertida, endiabladamente rítmica y virtuosística, bromista y  surrealista. Revela pasión y arte, desenfado y maestría. Estos países se vengan de la historia con su música fulgurante. Creo que el poema de Eminescu La oración del dacio contiene la clave histórica y moral del asunto. Imagino un musical efectuado con estas músicas, un musical que no tendría otro objeto que llenarnos de alegría y de esperanza, pues algunas de estas músicas son llamadas rabiosas a las mismas.

 

Dos ejemplos de pareidolias tecnológicas ubicadas en el terreno artístico: el cuadro de Ventura Salimbeni, en el que algunos elementaloides han creído ver una premonición de los satélites y el cuento El Aleph de Borges, trasunto de la omnividencia de los medios tecnológicos, alusión al móvil, al ordenador, a cualquier objeto que tenga el poder de comunicar con la multiplicidad existente, cósmica e histórica. La rareza de la esfera en la pintura de Ventura se explicaría por el nutrido catálogo de motivos barrocos iconográficos del momento. La densidad prodigiosa de un objeto pequeño que contiene todo el universo nos hablaría del Aleph como la parte que contiene al todo.

 


Cualquier hecho o realidad me angustia sobremanera al percibirlo, en mi estado de soledad, revestido de fatalidad e ineludibilidad. Es decir, que capto la cosa como algo irremediablemente cumplido y realizado, sea bueno, malo o indiferente. Y esto se debe, elementalmente, a que no opongo a esas cosas captadas la presencia fluyente de otras realidades que contrastarían, matizarían o relativizarían el aspecto contundentemente uniforme con que caen sobre mí. Un ejemplo sutil. Estoy leyendo y disfrutando de un texto de Juan Benet. Al cabo de unos instantes, la articulación del texto, lo que va describiendo y revelando la escritura se me aparece tan fulminante e inteligentemente descrito que empiezo a notar angustia. No me molesta el estilo de Benet sino que me abruma la  compacidad y complejidad de lo real.

 


Cuando Mallarmé dice aquello de que el mundo existe para acabar siendo un libro, que su destino optimo es ese, no está meramente cumplimentando las cláusulas finales del simbolismo, sino que señala el objetivo último de la gnosis, convertir el conocimiento y la sensibilidad en caminos de búsqueda de la belleza. Que el mundo sea un texto parece indicarnos un cosmos determinado por la significación, por el predominio del signo en la interpretación de la civilización.  Creo que Mallarmé se refiere más bien a la mera, sucinta, contundente y definitiva transformación del caos del mundo en una conjunción harmónica, que lo que nos rodea posee no sólo sentido sino que tiende a la melodía de las formas. Pero este orden no es obvio, no es reconocible ni puramente externo. De ahí la capacidad de la lectura para descifrar las relaciones secretas. Hay que saber leer el libro del mundo, el libro que es el mundo.

 

Juan Benet y Miguel Espinosa, dos maestros del rigor en la prosa, dos escritores cuyos textos ofrecen una exposición de juicio admirable. La mente del ingeniero se refleja en la estructura, en el complejo despliegue omnisciente  de conexiones que conforman el texto de Benet; la maestría del abogado, del manejador de la palabra se perfila en los textos de Espinosa, que hace surgir súbitamente un monumento de la lengua en sus construcciones lingüísticas, sea una narración, una carta o un artículo.


Efectos de resurrección de una mera actualización. Hacía mucho que no frecuentaba la música de Scriabin. Debido a las características muy especiales de sus composiciones, casi lo había olvidado o desechado de mi interés estético. Resulta que en Radio Clásica están dando todas las tardes un programa dedicado a él. Ha bastado que otras personas me hablaran de las obras de alguien de quien había decidido prescindir para que se renueve mi interés y casi lo redescubra. Esto quiere decir que ninguna obra de arte, sea una pintura, una obra literaria o una composición musical se finiquitan o se olvidan en el interés de uno: se precisa de una información nueva sobre tales obras para que se las invoque como nuevas.

 

Cioran emplea determinadas figuras o motivos retóricos para expresar con más viveza aspectos de su pensamiento: periferia del infinito, lágrimas, corazón del abismo, árbol del saber...  La cuestión es que al rato de leerlo, a mí se me empalagan un poco sus aforismos, aunque cierto es que corresponde más a la pereza lectora el que ello nuble el sentido estricto de sus siempre  incisivas observaciones. A fuerza de querer ser contundente, se evidencian los ensortijamientos del estilo. Esto es inevitable y más en Cioran, que prescindiendo de explicaciones teorizantes o jergas filosóficas, su posición irreductible en este sentido, lo convierte en un más que potencial poeta en prosa.  

 


Esta tarde, doce de enero, he tenido una reminiscencia, o más bien, una suerte de reminiscencia bastante extraña por su ubicación sensorial. Andaba por el andén que conduce a la estación cuando un niño, acompañado de su madre, se me cruzó a unos pocos metros delante de mí. El chiquito llevaba unas sandalias deportivas de esas con luces engastadas en la goma de los bordes, que se van encendiendo según se avanza. El niño, dando saltos, se adelantó un poco a su madre. Al verlo, pensé que el niño no disfrutaría mucho de esas luces, pues por su edad y jovialidad, mientras evolucione por la calle, se entretendrá más corriendo y saltando que mirándose las sandalias. En ese momento, algo me entró o se produjo en la boca, una especie de aire o de sabor que me llevó a degustar ambientes de los años setenta. Sentí algo entrañable y específico, como el gusto de un papel, o de un plástico o el olor de una habitación, ubicado todo ello en los setenta. Me resulta muy difícil analizarlo. Era como si en vez de degustar un sabor, lo hiciera con un olor que me remitiera a un lugar o a un conjunto  de cosas de aquellos años. Quizá la juventud del niño y el efecto de las luces funcionaron como la espita que evocó automáticamente épocas de mi adolescencia.

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