martes, 2 de julio de 2024

NOTAS MARGINALES





Hay que ir a por el tópico, a por el estereotipo para liquidarlos si imponen una imagen pobre y falsa de lo real. Durante cuánto tiempo no he podido escuchar y disfrutar de verdad de la música de Mozart por culpa de los mozartianos. Los seguidores modernos del compositor habían construido un concepto sacral del austríaco que me reventaba. Ha sido últimamente  cuando he podido escuchar la obra de Mozart libre de cualquier prejuicio, imagen o elogio, cuando en realidad la he descubierto con placer y esa música, originalmente, ha fluido  ante mí.

 

 

Otro estereotipo vencido. De unos años acá la obra de Henry David Thoreau ha ido siendo mostrada al público español en diversas y continuas ediciones: ensayos, diarios, epistolario, etc... Durante años me resistí a leerlo porque no me interesaba que alguien desde el siglo XIX me informara de las bellezas del mundo natural. Prefiero captar y disfrutar de la naturaleza desde otras perspectivas, cuando no, desde la propia experiencia de campo. Pero resulta que me encontré en un centro comercial con una breve antología de aforismos y pensamientos de este autor. Adquirí el libro, muy delicadamente editado y al hojear el muestrario escritural del ensayista de Concord me llevé una grata sorpresa. Creía que me iba a encontrar a un uniforme adorador de bosques y ríos salvajes, con un empaque conceptual más bien igual de uniforme, pero no, qué va: las observaciones de Thoreau son particularmente agudas y sorpresivas y siempre muy creativas. Parece que Thoreau no sólo haya  pensado bien las circunstancias del desenvolvimiento del mundo que le rodea sino que empleé en sus reflexiones todo el contrastante material acumulado por la experiencia en su proyecto de deslindarse ocasionalmente de la sociedad en la que vive, reubicándose en la naturaleza cuyas gracias más o menos ocultas cree conocer y saber utilizar. No hay, por tanto, amagos ingenuos de elogio a la naturaleza. Lo que Thoreau descubre es que el encuentro con la naturaleza no sólo supone una fuente renovada de estímulos vitales para el hombre sino una influencia en el modo de pensar la existencia ligándola a actitudes más libres y místicas. Y que todo ello no se traduce en una impostura para el sujeto frente a otros sino que puede vivirse con relativa harmonía. Digamos que el desenvolvimiento de Thoreau en la naturaleza le presta una singular plasticidad para analizar la mente humana y el orden de sus deseos.      

 



 

Leo por primera vez la obra narrativa de Paul Auster. Leí hace mucho una brillante recopilación de sus ensayos. Recuerdo que aquel libro lo encontré en los cajones de súper ofertas del Corte Inglés. Lo que he empezado a leer ahora es Diario de invierno, un libro formulado a través de fragmentos que evoca la vida del escritor desde dos extremos: los recuerdos de infancia y la vida actual- el momento de escribir el texto - cuando el autor tenía 64 años. Significativa esta alternancia temporal: las alusiones a la infancia son como chocantes evocaciones anecdóticas de un tiempo exento de tragedia; las relativas al tiempo del momento en el que el novelista escribe, se llenan del temor a la muerte, el fin de la existencia y la estupefacción de tener que admitir que uno dejará de estar en este mundo. Este diario es pues un balance revelador del tiempo vivido y de las preocupaciones y experiencias que se tienen en cada episodio del mismo. Como Auster no disfraza los hechos de ideología, los retrata tal y como se produjeron, revelándonos cómo las circunstancias de la vida se llenan de uno u otro sentido según el tiempo se vaya acumulando en cada uno de nuestros trances vitales. Libro preciso y melancólico pero indudablemente, realista.

 

 

 Leo los ensayos que componen  Analectas del reloj, de Lezama Lima, con particular cuidado al manejar sus páginas pues se trata de una endeble edición de 1955. Como no podría ser de otra manera, y perdón por esta por frasecita tan manoseada, sensación apabullante de fascinación intelectiva y poética ante las exhibiciones del mago cubano. Sencillamente Lezama habla su propio idioma, articula un lenguaje específico e irrepetible. Lezama ya no es meramente un genio de las letras, es el propio Verbo que habla desde las zarzas ardientes de la inteligencia y nos comenta cosas insólitas sobre Picasso, sobre Garcilaso, sobre Valéry, sobre la muerte y los eones del tiempo. Palabras escritas en oro y percibidas en una discreta edición de las islas de allá a fines de los cincuenta, como ya he referido. No es que nadie pueda superarle, es que ya no hay nadie que posea tal sabiduría literaria, filosófica, o  que piense desde tales reservas de aplicación hermenéutica, a partir de tal asunción profunda de símbolos en trance. Me parece que si falta una verdadera imagen en nuestra literatura que refleje lo que Lezama ha supuesto no es ya porque no disfrutó de la publicidad del boom de la literatura hispanoamericana sino porque ni más ni menos ya no le llegamos ni a la suela de los zapatos. Hoy vivimos no sólo la indigencia simbólica sino la crítica y la humanista. Hoy retozamos en las miserias de los colorines internéticos tan pululantes e interminables como constantemente mortales. Dónde queda la sustancia de la palabra, el vuelo inseminador de altas imaginaciones, el pensamiento de lo posible. Dónde. Yo encuentro en cada frase, en cada palabra, en cada página de Lezama una fuente de la riqueza infinita que nos hemos obstinado en perder. Yo disfrutaré constantemente de  los textos de  Lezama. Mientas que la imbecilidad se cepille a quien se deje.   

 

 

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