Desde que Marcel Duchamp bautizara como “objeto encontrado” a cualquier cosa que
hallada en cualquier lugar, estimulara la imaginación creadora del artista, el
abanico de opciones que se abría para el creador, no solo suponía articular
nuevos espacios de representación, potenciando la capacidad de metaforizar el
mundo, sino que el propio artista venía a investirse de un poder soberano a la
hora de dotar de significación estética a todo aquello que él señalara o
escogiera del variopinto repertorio de cosas del mundo.
Las derivas del arte
actual, los requiebros teóricos con que
se ha justificado y arropado toda
emergencia plástica nueva, lo que han
buscado ha sido reubicar al artista frente a su trabajo y la sociedad a la que
pertenece.
El artista ya no puede
representar a la sociedad de su época pintando jardines o paisajes. Al menos,
no haciendo solo eso. La aventura del arte en las últimas décadas ha sido tan
vertiginosa como sorpresiva a partir del rebasamiento del concepto tradicional
de representación. Y cierto es que, traspasados todos los límites, el objeto
estético, parece rebotar de confinamiento algo aturdido a la hora de
legitimarse.
Por fortuna para todos,
el artista de hoy todavía puede presentarse como señalador de lo que posee una
significación propia en el orden de las instituciones y productos humanos.
Si el arte ya no puede
representar o explicar el mundo, la sociedad a la que pertenece, sólo tiene que
diseñar estrategias interpretativas que
desplieguen capacidades visuales o performativas nuevas cuya finalidad sea la de recuperar ese poder representativo.
Cuando la obra de arte
es auténtica, haga lo que haga, presente lo que presente, el arte poseerá ese
poder nominativo de señalar un fragmento de mundo emprendido, de universo
resuelto.
Que el arte recupere su
ministerio implica que nos muestre lo que nos muestre, eso que nos muestre es
el mundo hoy. Y tenga la apariencia que tenga, se trata de un misterio.
Si para el artista que
desea ponerse manos a la obra, el mundo actual implica un despliegue de
fenómenos y espacios, circunstancias y universos disponibles para ser tratados,
secuenciados, multiplicados, borrados,
también el mero curso de lo real posee un atractivo medular por ser,
precisamente, eso, real.
Si me extiendo en la
reseña-presentación de la artista que expone en Las Verónicas es porque su tipo de obras tienen mucho que ver con
esta búsqueda estratégica que desde la invención teórica, obliga al artista a
poner su mirada de nuevo en los grandes concursos simbólicos, y provoca que el
arte recupere su ministerio representativo.
Como lo ha sido siempre,
el artista se parece al poeta: es una suerte de médium que localiza las fuentes
significativas de algo, percibe el empaque metafórico de enclaves y actividades,
y a partir de un trabajo pictórico o fotográfico, “documenta” lo que viene a
convertirse en fenómeno, en acontecimiento simbolizante.
Si el poeta consigna con palabras aquellas experiencias que serán trascendentes para la memoria, la labor del artista es hacer lo mismo pero a través de otros lenguajes. Fotografía, video e instalación son los medios con que Rosell Meseguer ilustra su viaje especioso.
Con esta exposición y
que se nos presenta de modo más que explícito en el título de la convocatoria, Tierra
en blanco, el artista es otra vez quien escoge los espacios naturales y
los modificados por la acción humana, como referencia motivacional. Las simas
de la tierra, las obras antiguas en minerías, excavaciones, descubrimientos
arqueológicos son los elementos que articulan en contundentes relieves, los
itinerarios de Meseguer.
Es cierto que me
pregunto: ¿alguien que no conozca en detalle la historia del arte en los
últimos 50 años, puede disfrutar de una exposición como esta?...
Las vertientes
conceptuales, el empaque académico no debieran determinar en exceso la obra de
arte, pues si no captamos la incidencia simbólica, las alusiones numinosas que
albergan las obras, todo podría quedar en el simple documentar una actividad…
La elección del artista
tanto de su objetivo a representar como del desarrollo de las técnicas a utilizar,
no son porque sí, obedecen a un deseo comunicativo, a una provocación del hecho
o lugar a convertirse en testimonios plásticos.
Vuelvo a señalar y a la vista de la exposición de Rosell Meseguer, que el trabajo de pintores y poetas se revela como muy próximo. La naturaleza está viva y el repertorio de enclaves que el hombre va dejando sobre su anfractuosa superficie son urdimbres de signos de los que tanto la memoria escrita como la sensibilidad del artista, darán específica cuenta.