lunes, 28 de octubre de 2024



LA INVESTIGACIÓN PARANORMAL 

CONVERTIDA EN PRÁCTICA ARTÍSTICA

 

Recuerdo cómo bien pronto las primeras psicofonías que hice, allá por el año 1980, se transformaron en otra cosa que investigación de lo extraño, cuando tuve que esforzarme en escuchar minutos y minutos de grabación a la espera de que saltara el fonema inexplicable de entre el flujo de sonidos restantes que la cinta iba recogiendo.

Tras los primeros intentos infructuosos y tras realizar grabaciones de media hora en las que la escucha era asimilable a rastrear desiertos sonoros salpicados de chasquidos, y cumpliendo con el rigor del buen investigador que me obligaba a escuchar tales tediosas grabaciones varias veces, las cintas en que no había aparecido nada realmente extraño, fueron siendo asimiladas y torneadas por la memoria,  adquiriendo “forma” y transformándose en otra cosa además de muestras de investigación. Las experimentaciones psicofónicas de resultado negativo en vez de desaparecer al ser descartadas y como yo no las borraba sino que las iba guardando, adquirieron un signo distinto al de investigación paranormal: se habían convertido en fragmentos de tiempo grabado.

Recuerdo cómo cada grabación presentaba una  identidad singular dentro de su monotonía esencial. Tenía grabaciones que incluso me fascinaban por el “ambiente”  específico que le prestaba el hecho anecdótico, por ejemplo, de haber llovido recientemente, o de haberme encontrado con algún amigo aquella tarde antes de grabar o por el lugar en el que se había realizado la grabación. Llegó a tal obsesión con la escucha desolada y mágica de aquellos fragmentos de tiempo registrado que había cintas que las escuchaba como partituras azarosas de sonidos, como obras anónimas del puro y duro fluir temporal.

Aquellas grabaciones se habían metamorfoseado en mi imaginación en una suerte de muestras descoyuntadas  de la llamada por la vanguardia experimental música concreta o bien, captación libre de ambientes sonoros.  Naturalmente para que tal cosa se produjera, la sensibilidad de uno en aquellos años se prestaba al efecto alucinatorio que cualquier cosa mínimamente rara, pudiera provocar.

Yo grababa en los lugares más heterogéneos: escondiendo el aparato en rincones de casa, en medio del pasillo cuando no había nadie, en el campo, bajo unas moreras o al lado de una acequia, en el ascensor, en mi propia habitación a las tantas de la madrugada, dentro del congelador o de una caja de zapatos...

De algún modo, esta metamorfosis de investigación psicofónica a ambiente sonoro, era previsible. Antes de que se me ocurriera investigar psicofonías, cosa que la motivó la lectura de un libro muy audaz sobre lo paranormal que en el año ochenta discurrió por librerías, en mi casa era normal que con mis hermanos grabásemos en casa, a parientes y amigos. Titulábamos aquellas cintas Ambientes y recuerdos y su contenido era un cajón de sastre de todo lo que se nos ocurriera grabar: por la calle, por las escaleras del edificio, de madrugada con mis padres durmiendo, grabando anuncios y programas de la tele, a mi hermano tocando el piano o aporreándolo yo mismo, a mi abuela cantando, etc.

Aquellas cintas las guardábamos y yo, al menos, las disfrutaba escuchándolas tiempo después en sesiones especiales. Recuerdo cómo algunas me gustaban más que otras. Eran el depósito del tiempo, del pasado inmediato, inmediatísimo.

Ahora bien, pronto me di cuenta de una cosa: que la realidad es una fuente proteica de efectos infinitos que pueden disfrutarse con mínimos retoques, pero que en el caso de las grabaciones, el tiempo ofrecía un aspecto tan vertiginoso como banal: su duplicación sin término y sin gracia, ya que el atractivo que tenían las grabaciones, en suma, era poder reproducir lo que había ocurrido para divertirnos comprobando cómo sonaba.    

Cuando muy a fines de los setenta y principios de los ochenta mis hermanos y yo hacíamos aquellas grabaciones no sabíamos que estábamos llevando a cabo una suerte de diario sonoro de nuestras vidas en lo que primaba, desde luego, era el gesto lúdico, aunque una cinta entera de grabación, una hora de recuerdos, supusiera algo de gravedad, de relativa importancia con respecto a lo que le habíamos arrebatado al azar.

Ahora bien, más de una vez nos ocurrió que al realizar aquellas grabaciones caseras en un ambiente también bien casero, apareciese una voz o exclamación cuyo origen no explicábamos. Y más de una de aquellas voces que contrastaban con las circunstancias en que habíamos grabado se convirtieron en contundentes parafonías.

En estos momentos la memoria deja escapar una esquirla líquida de tiempo añejo y recuerdo que las primerísimas grabaciones que hicieron en casa se remontan al año 1973 o bien, 1974. Entonces éramos unos críos y apenas sabíamos utilizar el micrófono.

 La impresión general que se me queda es que del puro juego se derivó una suerte de contemplación primaria de lo que hoy sería un documento, un registro informativo de aquellos años. También es cierto que hay trampa en querer darle a todo esto un estatus: basta que grabe un par de segundos de cualquier cosa para que lo que acaba de ser se convierta en un “acontecimiento”.

Cuando en la búsqueda de la parafonía, los resultados eran nulos, caíamos en la tentación de “estetizar” lo grabado a través de la mera escucha repetida. Del mismo modo que el cerebro completa los datos de una percepción sea auditiva o visual, la práctica de la escucha remodela lo informe e inventa un acontecimiento.

En suma, con aquellas grabaciones realizadas por la lúdica inocencia, nos adentrábamos en el azar atómico del sonido, en el laberinto de los tiempos cruzados, sin excluir que en tales borrosos confines revelados por la cinta magnética, pudiera aparecer la expresión temible.  



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