Sí, digo el
- artículo determinado, masculino
singular - , refiriéndome al aforismo más insólito de este exquisito poeta y
uno de los más desconcertantes que he leído por lo que, en definitiva, implica.
Wallace Stevens viene a ser un continuador en el
ámbito anglosajón de las poéticas de Mallarmé y es uno de los poetas más
importantes de Norteamérica en el siglo XX.
Los aforismos que Stevens escribió están
relacionados fundamentalmente con cuestiones de estilo literario, con el papel
de la imagen y las implicaciones lingüísticas específicas que supone el
compromiso con la palabra. En definitiva, son una sucinta derivación
reflexionada sobre las poéticas posibles
dentro de la llamada poesía pura.
El aforismo en cuestión que tanto me ha turbado
desde que lo leí en una edición completa de su obra en Lumen, dice así: A la larga, la verdad no importa.
Recuerdo que cuando lo leí me quedé pasmado,
sorprendido tanto del hallazgo intelectual como de lo que tal afirmación venía
a suponer en todo ámbito. ¿Cómo que la verdad, al fin y al cabo, no importa?
No creo que en Stevens hubiera ningún afán
destructivo o desmitificador, ninguna idea de poner patas arriba toda empresa
humana. Simplemente, se atrevió a escribir su apreciación y lo hizo con tal
llaneza que es difícil, en principio, rebatir.
Sobre todo, resalta en este aforismo una dimensión
práctica, que es, creo yo, desde la que Stevens ha realizado su valoración de
la realidad. Tal dimensión, desde luego, tiene que ver con los efectos
ineludibles que el tiempo viene a producir sobre toda criatura y rincón del planeta. Esos efectos del tiempo,
aplicados al hombre, a sus deseos, aspiraciones y empeños, queman, rasuran, van
liquidando o relativizando notablemente la energía de tales pretensiones.
Decir que “a la larga, la verdad no importa”
quiere decir, en una primera instancia, que
todo el desasosiego y la angustia con que hemos confeccionado nuestros planes
de trabajo y relación humana, y que han consumido tanto nuestros cuerpos como
nuestros espíritus, no merecían tanto sacrificio, ya que el paso del tiempo
iguala aspiraciones y engloba en un resultado común lo que disparejamente nos
ha obsesionado conseguir.
La calidad prismática de todo buen aforismo, hace
que apenas avancemos en la mirada reflexiva, una de las caras proyecte un
reflejo distinto. Es por ello, que lo afirmado por Stevens no deje de aludir,
en definitiva, a la vanidad de las convulsiones revolucionarias, a la
falibilidad de toda ideología.
El aforismo también puede insinuar la misión
fallida de elaborar teóricamente lo que sea la verdad sobre el hombre, su lugar
en la tierra, su relación con sus semejantes, o su destino trascendente. Al fin
y al cabo, nunca confirmaremos la certeza absoluta de ninguno de estos aspectos,
y nuestro cerebro habrá diseñado con todo el esfuerzo del mundo, cientos de
explicaciones posibles sobre nuestro origen que al luchar entre sí, perderán
eficacia o credibilidad.
Intentar definir la verdad, hacerse con ella,
desear hallarla es una prioridad humana destinada a la exasperación, a la
confusión, al desencanto progresivo. Es preferible contentarse con lo que
tenemos, con lo que hemos conseguido y sabemos que podemos dominar, con lo más
inmediato de la realidad que ya conocemos y nos pertenece, cognoscitivamente al
menos.
Sumirse en la trabazón infinita de dilucidar la
verdad con el riesgo de enfrentarte, incluso físicamente, a los otros, puede
ser una obstinación excitante, pero a la larga, el aquí de la realidad, el
instante que se vive, se desarrollan en espacios muy distintos, ajenos a tales
pruritos. Ante el variado decurso de la vida, el asunto de la ideación de la
verdad, es algo remoto, parece aconsejar el aforismo de Stevens.
Pero, entonces, ¿qué ocurre con las utopías y la
función social que han desarrollado, con la gran aventura ideológica e
intelectual del hombre que ha producido imágenes del cosmos válidas y
brillantemente inteligibles?
No creo que Stevens niegue todo esto, ni la
esplendorosa historia del arte, ni el vertiginoso despliegue tecnológico, ni los
objetivos harmoniosos de la religión, ni los sueños del hombre. Simplemente, desea
que nos ubiquemos en regiones más prácticas y accesibles, nos aconseja que
olvidemos la convulsiva misión de presentar conceptos definitivos: que amemos
la verdad pero que no seamos fanáticos de la misma.
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