martes, 5 de agosto de 2025

EL AFORISMO DE WALLACE STEVENS



Sí, digo el -  artículo determinado, masculino singular - , refiriéndome al aforismo más insólito de este exquisito poeta y uno de los más desconcertantes que he leído por lo que, en definitiva, implica.

Wallace Stevens viene a ser un continuador en el ámbito anglosajón de las poéticas de Mallarmé y es uno de los poetas más importantes de Norteamérica en el siglo XX.

Los aforismos que Stevens escribió están relacionados fundamentalmente con cuestiones de estilo literario, con el papel de la imagen y las implicaciones lingüísticas específicas que supone el compromiso con la palabra. En definitiva, son una sucinta derivación reflexionada sobre las  poéticas posibles dentro de la llamada poesía pura.  

El aforismo en cuestión que tanto me ha turbado desde que lo leí en una edición completa de su obra en Lumen, dice así: A la larga, la verdad no importa.

Recuerdo que cuando lo leí me quedé pasmado, sorprendido tanto del hallazgo intelectual como de lo que tal afirmación venía a suponer en todo ámbito. ¿Cómo que la verdad, al fin y al cabo, no importa?

No creo que en Stevens hubiera ningún afán destructivo o desmitificador, ninguna idea de poner patas arriba toda empresa humana. Simplemente, se atrevió a escribir su apreciación y lo hizo con tal llaneza que es difícil, en principio, rebatir.

Sobre todo, resalta en este aforismo una dimensión práctica, que es, creo yo, desde la que Stevens ha realizado su valoración de la realidad. Tal dimensión, desde luego, tiene que ver con los efectos ineludibles que el tiempo viene a producir sobre toda criatura  y rincón del planeta. Esos efectos del tiempo, aplicados al hombre, a sus deseos, aspiraciones y empeños, queman, rasuran, van liquidando o relativizando notablemente la energía de tales pretensiones.

Decir que “a la larga, la verdad no importa” quiere decir, en una primera instancia,  que todo el desasosiego y la angustia con que hemos confeccionado nuestros planes de trabajo y relación humana, y que han consumido tanto nuestros cuerpos como nuestros espíritus, no merecían tanto sacrificio, ya que el paso del tiempo iguala aspiraciones y engloba en un resultado común lo que disparejamente nos ha obsesionado conseguir.

La calidad prismática de todo buen aforismo, hace que apenas avancemos en la mirada reflexiva, una de las caras proyecte un reflejo distinto. Es por ello, que lo afirmado por Stevens no deje de aludir, en definitiva, a la vanidad de las convulsiones revolucionarias, a la falibilidad de toda ideología.

El aforismo también puede insinuar la misión fallida de elaborar teóricamente lo que sea la verdad sobre el hombre, su lugar en la tierra, su relación con sus semejantes, o su destino trascendente. Al fin y al cabo, nunca confirmaremos la certeza absoluta de ninguno de estos aspectos, y nuestro cerebro habrá diseñado con todo el esfuerzo del mundo, cientos de explicaciones posibles sobre nuestro origen que al luchar entre sí, perderán eficacia o credibilidad.

Intentar definir la verdad, hacerse con ella, desear hallarla es una prioridad humana destinada a la exasperación, a la confusión, al desencanto progresivo. Es preferible contentarse con lo que tenemos, con lo que hemos conseguido y sabemos que podemos dominar, con lo más inmediato de la realidad que ya conocemos y nos pertenece, cognoscitivamente al menos.

Sumirse en la trabazón infinita de dilucidar la verdad con el riesgo de enfrentarte, incluso físicamente, a los otros, puede ser una  obstinación excitante, pero a la larga, el aquí de la realidad, el instante que se vive, se desarrollan en espacios muy distintos, ajenos a tales pruritos. Ante el variado decurso de la vida, el asunto de la ideación de la verdad, es algo remoto, parece aconsejar el aforismo de Stevens.

Pero, entonces, ¿qué ocurre con las utopías y la función social que han desarrollado, con la gran aventura ideológica e intelectual del hombre que ha producido imágenes del cosmos válidas y brillantemente inteligibles?

No creo que Stevens niegue todo esto, ni la esplendorosa historia del arte, ni el vertiginoso despliegue tecnológico, ni los objetivos harmoniosos de la religión, ni los sueños del hombre. Simplemente, desea que nos ubiquemos en regiones más prácticas y accesibles, nos aconseja que olvidemos la convulsiva misión de presentar conceptos definitivos: que amemos la verdad pero que no seamos fanáticos de la misma.    

 

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