miércoles, 9 de marzo de 2011


COMUNES VANGUARDIAS ARTÍSTICAS
Si hay algo que ha producido el arte moderno ha sido una apabullante y profusa literatura crítica. A partir de los sesenta, tras los redescubrimientos de las vías abiertas por Duchamp, la aparición del land art, de los happening, el mimimalismo, las performances, las mil y una reflexión sobre el objeto artístico como mercancía, la "desmaterialización" de la obra de arte, el destino del mercado artístico, hasta ahora, con la interacción de las nuevas tecnologías y el arte del ciberespacio, no se le ha pasado una a esa crítica cuyo discurso también se ha convertido en motivo de especulación artística - las retóricas de las tendencias conceptualistas -. Lo que, personalmente, me molesta es, no tanto la cháchara de los espacialistas como el afán canonizador con el que la teoría pretende conocerlo y definirlo todo. Hay "prácticas" a las que la omnisciente teoría ha puesto nombre, apellidos y lugar de nacimiento, que muchas veces, muchos de nosotros, ignorantes de ello, hemos llevado a cabo de modo fortuito pero sin dejar por ello, de saber que estábamos realizando alguna suerte de operación significativa.
Allá, no en los ochenta, sino en el año 1980, cuando teníamos entre los 17 y 14 años, unos amigos, mi hermano y yo, el germen embrionario de las personas que poco después sacarían a la calle la revista Empireuma, se nos ocurría coger un magnetofón e ir grabando por la calle, en casa, en los ascensores, en el congelador del frigorífico, en el campo, en el interior de casas abandonadas, etcétera. Utilizábamos cintas de la marca Joca y ordenábamos las grabaciones por el tipo de "ambiente" que reflejaban o contenían. Las de "Recuerdos" solían contener grabaciones de conversaciones entre familiares y amigos. Luego había otro tipo de "recuerdos" en los que predominaban las grabaciones realizadas en lugares concretos, a las que se sumaban las grabaciones psicofónicas que también, más que primerizas investigaciones paranormales de aficionados, acaban por convertirse en grabacioines sui generis de sitios y lugares. Es decir, que al registrar el sonido general que se producía en un determinado sitio a una determinada hora y luego escucharlo por puro goze, disfrutando sonoramente de lo que un espacio estático o un itinerario urbano nos pudiera ofrecer, no hacíamos sino, de un modo salvaje y caótico, lo que hacía y hacen hoy los llamados artistas sonoros mezclando sus grabaciones de campo en un laboratorio. Por eso pienso que aquello no eran meras chiquilladas. A través de la cinta magnetofónica, envasábamos, captábamos un fragmento espacio-temporal y lo convertíamos en un modo estético de contemplar la realidad misma. Hacíamos música concreta sin saberlo. La escucha de una jornada de grabación era algo así como recorrer imaginariamente un segmento preciso de tiempo, convertido en una suerte de megaútero, articulado por el sonido captado en glorietas, escaleras, habitaciones o caminos solitarios entre cañaverales y acequias. Repito que poca diferencia hay entre aquello que grabábamos con fascinación y espontáneamente, y lo que los artistas sonoros presentan en los festivales de radioarte: el material bruto es el mismo, salvo que el artista ensambla grabaciones de sonidos naturales para formalizar lo que presenta como una obra. Jean-Luc Ferrari, por ejemplo, pretende, paradójicamente, representar el azar en sus obras. Lo que sonoramente nos proporcionaba el azar, era, precisamente, lo que ingenuamente disfrutábamos. Y de todo esto,naturalmente, hay precedentes históricos. los dadaístas alemanes, sobre todo, cultivaron la grabación de poemas sonoros, en los que se incluían sonidos urbanos y otros registrados en fábricas. Recordemos ese poema visual que es el documental Berlín, sinfonía de una ciudad, de Walther Ruttmann, quien practicó este tipo de grabaciones.
Y a propósito de precdentes, me parece una hipérbole que la crítica actual anglosajona, señale como fecha de un modo nuevo de observar el arte, el voltio que Tony Smith se dio una noche de 1967 por las afueras de New York. El enfático estado anímico que describe en su peregrinación difiere en muy poco del que yo he experimentado montones de veces cuando, cámara fotográfica al hombro, me he perdido conscientemente, por las afueras de ciudades, eso sí, mucho más modestas como Elche, Alicante o Murcia, en plena siesta o al crepúsculo de la tarde invernal. En realidad, este perderse en los extrarradios de la ciudad, este navegar sin rumbo entendido como un modo de descubrir el bosque de signos que es la realidad que nos rodea, lo inventaron los surrealistas: la famosa deriva, hoy perfectamente registrada, conceptualizada y, por lo tanto, formalizada por ese reboso teórico que denuncio. De la deriva, del ir a la aventura por la calle, nace una obra tan inclasificable como Nadja de Breton. Cierto que Smith se turba con el "viaje" mismo que realiza, comprobando visionariamente cómo ese desdibujamiento, ese afantasmamiento interminable de los límites fronterizos de la ciudad de New York, implica una ruptura en el modo de cifrar la historia del arte y los confines de las obras artísticas del futuro inmediato, pero los surrealistas también organizaron singulares exploraciones por puntos concretos de París, creando algo así como el itinerario iniciático de una mitología temporal, lo cual no deja de ofrecer analogías manifiestas con la aventura solitaria de Smith y lo que ello significa. Para los surrealistas la ciudad es un laberinto en el que es posible el hallazgo de lo maravilloso. Tanto los surrealistas, como Smith y artistas afines, se internan en un espacio nuevo poblado, sin embargo, de acogedoras ruinas. Nos tendríamos que remontar a Piranesi con su serie de grabados Antigüedades Romanas para localizar, en una representación artística, el origen arqueológico-mental de actitudes como las de los surrealistas y Smith. ¿Qué reflejan esos grupos de figurillas humanas que Piranesi coloca deambulando entre las fastuosas ruinas romanas recubiertas de musgo y hierbajos, sino el placer y la fascinación de sentirse gratamente perdidos entre los vestigios de la historia, discurriendo por el laberinto del Tiempo?
El artista moderno es un peregrino que al no tener un santuario localizado al que dirigirse, naufraga en el piélago de la vertiginosa totalidad. Que se lo digan a Rimbaud y compañía. Los personajes dispersos de Piranesi, los surrealistas, Tony Smith, nosotros mismos con nuestras excursiones nocturnas a las casas abandonadas de la huerta que grababámos con nuestro radiocassette, no hemos hecho sino eso: deambular, errar con ánimo numinoso a la búsqueda de no se qué, hasta que el errar mismo se ha convertido en el objetivo , en una acción artística cuya firma es anónima.

1 comentario:

José Antonio Fernández dijo...

Una reseña perfecta, José María. Me ha gustado mucho leerla.
Esos experimentos en busca de sonidos sicofónicos tienes razón que es más que un inocente juego adolescente. Seguramente sean eso que dices al final, errar, deambular en busca de un no se qué.
Un saludo, ay Empireuma, qué tiempos.

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