martes, 26 de febrero de 2019

FLORIDABLANCA Y LA SUNTUOSIDAD DE LAS ERAS





La estupenda exposición que podemos encontrar  en el Palacio Almudí y en la Sala de las Verónicas, todo ello en Murcia, sobre el Conde de Floridablanca y su época, me ha hecho pensar en lo que Lezama Lima llamaba con mistérica exquisitez, las eras imaginarias. He consultado el concepto en sus ensayos, y aunque el conjunto de pinturas, grabados, objetos, dibujos y planos de que consta la exposición me hablen de una épica concreta con la gracia del arte de la época, el tiempo de Floridablanca no alcanza a fundar una Metáfora que gestara mundos a través de los milenios, tal y como el gran poeta cubano advirtiera en su examen de la imagen desde los tiempos más remotos.



Las eras imaginarias son el territorio fundado por la imagen, por la poesía: trascienden las puras vinculaciones históricas de la imagen. Por ello, el que contemos con una especificidad imaginal – el siglo XVIII-  no basta para la definición de un espacio que identificásemos como fundado por la imagen poética. Por ejemplo, las pinturas griegas, el fauno de Mallarmé-Debussy, y las ninfas modernistas, posiblemente sí nos señalarían un mundo común por la identidad helénica de su origen y su destino estético. 
Aquí, en la exposición, contamos con la presencia de un personaje notable, el conde de Floridablanca, como eje articulador de una época determinada de la historia de España. Pero toda historia es tanto, fuente de narrativas y leyendas como  vehiculación de cierta apariencia típica, de un tempo vital. Personalmente, con el siglo XVIII, he practicado a discreción el rechazo y el prejuicio: la moda de las pelucas y el pantalón hasta la rodilla, la música y la pintura de la época, incluso la filosofía…, hasta que fui descubriendo la música de José de Nebra, me fueron encantando las vistas venecianas del Canaleto, leí los diarios de viaje de Leandro de Moratín y las aventuras de Casanova, y constaté la obra de los enciclopedistas, aunque he conservado el repelús a las pelucas, los polvos y los lunares falsos.


La historia, porque fue real, nos hace soñar al repasar panorámicamente la evolución de una sociedad, su mentalidad, su arte, su grado de civilización y dominio; la historia se convierte en denso muestrario de disciplinas y alcances cuando nos divertimos comprobando, en el diagrama internacional de las culturas y las naciones,  qué aportó un tiempo y una sociedad concretos al conocimiento universal.
La historia es un laberinto de anécdotas: qué experimentarían las personas que componían aquella comitiva española que hacia 1774 fueron recibidas en Argel con un extraordinario “baile de moras” en su honor y que figura en esta exposición.
Curiosamente si hago abstracción de lo estrictamente histórico, es decir, si me olvido de guerras y vaivenes políticos, es cuando la pura apariencia, lo estético, se afianza y penetro en la fascinación del color y la textura concretos de la época concreta.
Otros podrían decir que es en ese momento cuando más se puede falsear la historia, pero creo que el mensaje de la cultura es lo que perdura y continúa significando a través del tiempo, metamorfoseando alternativamente sus términos en la recepción de los lectores.  
Una época, al ser plenamente ella, trasciende el tiempo, precisamente, por saturarse de tiempo, de experiencia, por ser justa y emocionadamente lo que los individuos han deseado ser.
Esta exposición la disfruto de esos dos modos: comprobando lo que la sociedad de ese momento pretendió e hizo, y el modo, el estilo, en que lo hicieron.     




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