lunes, 28 de octubre de 2019




DE MONTMARTRE A MONTPARNASSE. 
EXPOSICIÓN EN EL ALMUDÍ DE MURCIA.

Es común hablar de edades del espíritu, siendo este espíritu, indistintamente, el del sujeto o el de las civilizaciones. Hay momentos concretos del devenir histórico en que podemos hablar de una singularidad estilística, expresiva o discursiva, en los productos culturales de una sociedad, incluso, en el rastreo fenomenológico de tales representaciones: señalar lugares, países, ciudades, puntos urbanos dentro de tales ciudades, donde la cultura ha adquirido una especificidad reseñable. Una de esas  ciudades, uno de esos lugares y uno de esos momentos ha sido el que produjo hacia fines del XIX, en la ciudad luz, en París.
Lezama Lima intentó definir su concepto de eras imaginarias localizando un par de momentos en la historia cultural antigua que hubieran funcionado como acuñadores de grandes metáforas. Tales metáforas habrían sido efectivas en su simbolizar hasta nuestros tiempos, en un flujo transhistórico que franqueando épocas de penuria o de brumosidad intelectual, mantendrían su poder de definición y de revelación de la realidad. Podríamos decir que lo que artística y socialmente supuso París, casi cumpliría estos requisitos sino hubiéramos complicado traumáticamente el concepto de eternidad y fraccionado el espacio-tiempo de nuestras experiencias sociales en laberintos implosivos.  Lo que aquellos años finiseculares propiciaron, lo que aquel episodio breve pero enjundioso de imaginación en el campo artístico supuso fue la posibilidad real de que la sensibilidad contemplara el paraíso en los confines de la ciudad en que todo ello se produjo. Por ello, París más que una escuela de infinitas longitudes fue el lugar en que el arte acontecía.    
Esta exposición está compuesta por obras de autores menores o no tan conocidos, a excepción de un par de ellos. Yo destacaría, sobre todo,  a Modigliani, cuyo trazo elegante y preciso resalta con fina limpieza en unos dibujos que recuerdan a Picasso. Son también notables las obras de una serie de artistas catalanes que cultivaron el bodegón y el retrato – Creixams, Sunyer -  y las ácidas piezas del murciano Pedro Flores.   



 La sensación que tuve cuando fui recorriendo las piezas fue la de estar restregándome con una sustancia que en otros tiempos fue prestigiosa y que había perdido cierta significación. Y no es que las obras sean  mediocres, sino que, quizá por su excesiva fidelidad a ese aire primero, a su tempo local, no parecen levantar otro interés que el del acuse inercial de formas y atmósferas de esa fuente primera y prestigiosa. Los grandes acontecimientos estéticos, las tendencias luminosas en su momento, crean epifenómenos cuya función no es sino mantener en el aire, a modo de un eco, la fama del acontecer originario del que pretenden provenir o al que quizá desean alcanzar.
Pero, como diría Vila-Matas, París vive, París continúa hechizando y lo hace a través del lenguaje de los artistas. Actualmente, en que la excesiva e irritante ideologización del arte actual nos extenúa con sus mensajes; ahora que el arte ha renunciado a constituirse en una casa confortable donde poder respirar un ápice de felicidad y refugiarnos de la indigencia ambiente, reviso este viejo catálogo de calles, iglesias, casas, plazas, avenidas y buhardillas, y experimento la fascinadora sensación por el tiempo pasado y la seguridad de una oferta: la que constituyen todos estos emplazamientos ya simbólicos para la ensoñación y el refugio del alma. ¿Es un misterio de la sensibilidad la especificidad estética y anímica que un evento como París supone? Si Italia suponía la belleza de la claridad y la delicadeza veneciana, o España la aventura romántica de lo pintoresco, París, Montmarte, Montparnasse, significaban la aventura intelectual de la creación en un orbe de ensoñación  y posibilidad. Lo onírico descifraba una época porque era su lenguaje.
Yo he practicado la fascinación parisina. La eclosión más audaz del simbolismo literario, el frondoso tratamiento pictórico con que a través de tendencias como el impresionismo o el puntillismo, descubrimos o inventamos la realidad, la constelación de poetas e individuos irrepetibles como Alfred Jarry, Paul Verlaine, Apollinaire, Satie, tuvieron su origen en París. Por ello, el insistir en esa especificidad histórica y estética, en esa magia, no es asunto banal. Si un lugar no solo se convierte en peregrinación y hogar de artistas  sino que desde tal lugar, la creatividad demuestra fases de su más seductora demiurgia, ello confirma la singularidad de un desear y de un configurar, de un modelar lo real y de un final sublimar la materia toda que da el sueño de la vida.
Tras estas fachadas pobres y macilentas, tras estas plazas frondosas en su melancolía, se esconden más o menos remotamente gente como Mallarmé, como Debussy, como Proust. Tras estas densas grisuras, lo genial dormitaba produciendo obras deliciosas. El lirismo de las hiedras y la pobretería, acunando las inteligencias más sorpresivas. No olvido que existe un repertorio fotográfico, paralelo al pictórico, del universo parisino y que evocado con la misma intensidad, nos traslada a la magia del lugar encantado, habitado por pintores, modelos desnudas entre sedas, calles retorcidas, interiores modernistas  y chansoniers.      
Todo mundo estético es un misterio. Aunque tal mundo se muestre a través de la evidencia suprema de la imagen y de la forma. París, el París de la Belle Epoque, el París del amor, la delicadeza, la audacia intelectual, el París de la sutil sensorialidad. Identificadas las condiciones que han producido o permitido una eclosión cultural, seguimos sin saber la razón profunda de lo que acontece o se muestra, siempre más allá de tales circunstancias.
Qué márgenes, pues, de un paraíso que fue, bordeamos ahora con la intención de describir la longitud de su florecimiento, el misterio de su acontecer. Pues en el mundo del cuadro se encuentran sublimadas las condiciones que posibilitaron aquel mundo y en el cuadro se mantiene suspendido un mensaje: el de la titilante eternidad de una época cuyas obras continúan emitiendo el fulgor violeta de su originariedad.


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