jueves, 30 de abril de 2020

DIARIO CORONAVÍRIKO





Ante el fenómeno de esta cuarentena, no paro de pensar en aquello que Deleuze avisaba a través de su análisis filosófico sobre la naturaleza de la realidad. Lo que define a esta, fundamentalmente, es su imprevisibilidad, su carácter azaroso. Lo insólito, lo inesperado puede producirse. Durante un tiempo nos ha ocurrido como a Estados Unidos antes de los atentados de las torres gemelas: nos creíamos absolutamente seguro ante todo. Lo inesperado, lo tremendo, lo catastrófico, la ruina pasaba en otros parajes, en los países tercermundistas, por ejemplo. Recuerdo cuando apareció el sida, las reacciones incrédulas: ¿Cómo una enfermedad nueva en Occidente? Imposible, etc...
De todas maneras, nos adaptamos a todo. ¿Habrá alguien a quien le aburra volver a lo de antes cuando el confinamiento vaya desapareciendo? 


La esperanza se siembra, se labra.





Me rodeo, me abrigo, casi me sepulto de libros, de literatura, de poesía, de nombres de autores: Bonnefoy, Hofmansthal, Galdós, Goethe, Rilke, Dickens, Gómez Dávila, Pere Gimferrer… Pienso en aquello que dice que los nietos recuperan la profesión de sus abuelos. Mi abuelo paterno fue jardinero en Zaragoza. Yo estoy rodeado de mis flores: los libros.



Arreglando paquetes, me he encontrado con un librico que adquirí en una feria del libro de ocasión, en Murcia, a principios de los noventa. Se trata de una selección de reseñas y artículos escritos por Marcel Poust. Había olvidado por completo este libro que nunca terminé de leer. Qué maquina analítica fluyente es el genio de Proust. Leyendo o releyendo alguno de los frondosos artículos que publicó en Le Fígaro, he vuelto a entusiasmarme, a fascinarme con la escritura de este autor, cuyas obra se me antoja un prodigio de la intelección y de la evocación y que ahí está, esperando la ocasión para que uno se interne en la copiosa masa de sus descripciones y exposiciones. De inmediato, como si fuera un chiquito, me han entrado ganas de Proust. Por ahí perdido tengo uno de los volúmenes de En busca del tiempo perdido, el de A la sombra de las muchachas en flor. Recuerdo que fue un regalo de cumpleaños de mis hermanos. De ese volumen logré leer largos pasajes, fragmentos luminosos, pero nunca el libro entero. Si no recuerdo mal, las últimas páginas son fascinantes: aquello de la momia envuelta en luces, o algo así, cuando se refiere a la descripción de un personaje en un salón iluminado por los rayos del sol. Con Proust ocurre una de esas coincidencias o curiosas convergencias que me hacen su obra y su figura doblemente atractivas: me gusta tanto la obra literaria de Proust como me encanta la época, el tiempo histórico en que fue escrita. No es una tontería. Los clásicos españoles del Siglo de Oro son suculentos manjares verbales, pero la sociedad, el tiempo histórico que les corresponde, no me resultan atractivos. Me cuesta soñarlos. Pero los días de la Belle Epoque se sueñan con tan solo visionar fotografías de entonces. En los artículos que he leído del libro recuperado, cuando Proust comienza a funcionar de verdad es cuando reconstruye de modo vertiginoso escenas de su infancia o de la adolescencia. En esos momentos es cuando el genio del autor se sumerge en el tiempo pasado y recupera los tesoros olvidados en cada uno de los recuerdos de los que trenza un fulgurante y ubérrimo tejido de conexiones. Esto es lo que me entusiasma de la obra de Proust, cómo de lo que ya ha sido, realiza la obra casi alquímica de la recuperación minuciosa y nos pone ante los ojos la riqueza continua que ha producido y es la vida, el manantial de sensaciones y percepciones. Proust es un poeta de la prosa.





Releyendo Asklepios, de Miguel Espinosa, más bien, los múltiples subrayados con que he atravesado al texto. Espinosa suele utilizar un verbo infrecuente ahora en literatura, pero común en el ámbito técnico del Derecho: comparecer. Espinosa estudió derecho y un verbo básico en la aplicación de la justicia es este comparecer, tan rotundo y cabal. ¿Quién comparece hoy, quien se responsabiliza ante otros o se reconoce culpable de una acción? En tal caso estaría compareciendo ante los otros y ante sí mismo, ante la conciencia. En poesía hoy este comparecer es inexistente. En la vida social el comparecer es más secreto que ante un juicio donde no hay más remedio que hacerlo, que comparecer. Los medios se creen dueños del mundo, pretenden que el universo comparezca ante sus presuntos desasosiegos profesionales, sean o no telebasura. La famosa ley de la Memoria Histórica pretende que la historia, que los episodios más tremendos o huidizos de la historia comparezcan para que sean conocidos y juzgados. Parece que medio  mudo pretenda que el otro medio comparezca. Lo ideal sería que se compareciera libremente, que reconociera motivos y causas y se personara antes de que lo requirieran. ¿Comparece la realidad ante el pensamiento?  Eso es lo que pretende la filosofía. Meditando, ¿qué es lo que comparece: la realidad que me falta, la que me sobra, la que sueño? Y, precisamente, en el sueño, en el dormir, ¿qué fragmentos de vida secreta o no vivida, qué eslabones del deseo y de la memoria comparecen bajo disfraces tan grotescos? Evoco la figura tranquila y atrabiliaria de Espinosa y pienso en el modo en que compareció el mundo a través de la estrategia literaria que tan atípica y brillantemente  confeccionó.   




Madrugada de confinamiento totalmente en vela. Tras escribir y navegar por internet, echo un vistazo a la televisión. Son las cinco de la mañana y me topo con documentales sobre expedientes delincuenciales norteamericanos. Me sumerjo en la zona oscura de este país, que siendo la vanguardia en todo, esconde pasajes de su historia reciente verdaderamente siniestros. El desfile de "taraos" y de criminales es impresionante. Siempre se ha dicho que la violencia es una de las formas constitutivas de la fundación de este país y  la generosa producción específica de asesinos en serie parece ratificarlo. Los casos son alucinantes. Una chica que hacía autostop para regresar a su casa tras salir de clase, es raptada por una pareja y permanece como esclava en la casa de tal pareja ¡durante más de ocho años! La mantenían atada en el sótano y a veces, cuando la pareja de criminales lo decidía, la colocaban, amordazada bajo la cama en la que practicaban sexo. Al final de tanto tiempo de insólito horror, logró escapar.
Otro caso, que parece la guinda del pastel: en un programa televisivo para encontrar pareja de mediados de los setenta, una de las chicas participantes, cree haber hallado a su hombre ideal. Salen del programa convertidos en novios. Meses después, él la mata a ella: resulta que era un asesino en serie que antes de participar en el concurso, ya había matado a dos mujeres. Hay grabación del susodicho programa en Youtube. Ver al tipo sonriendo fatuamente junto a la pobre chica que se siente feliz y que poco después iba a ser asesinada por el tal tipo, revuelve el estómago. Me fijé en las gesticulaciones del asesino mientras concursaba. Imposible sospechar nada raro. Lo que resulta un misterio tremendo es la absoluta duplicidad de la identidad, cómo pueden simular la normalidad más completa y luego ser unos monstruos. Pensaba en el jazz, en el rock and roll, en el cine, en las cosas buenas que ha dado Estados Unidos, y hacía un balance comparativo: ¿la fenomenología criminal malograría finalmente, acabaría con ese conjunto de cosas buenas; qué extraña relación había entre unas cosas y las otras, viniendo como vienen de una misma sociedad? Me fui a la cama aturdido. Curiosamente, no tuve pesadillas.           



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