lunes, 13 de julio de 2020

NOTAS DE CAMPO (MAGNÉTICO)






Lo común se articula a través de lo humano, pero cada persona tiene un rostro diferente.


La palabra define; los sonidos musicales merodean, pululan. La palabra apunta, descubre, identifica; la música evoluciona, “comenta” sin palabras, festeja más allá o más acá de las conceptuaciones.



En un famoso ensayo, Juan Benet descreía que la semiótica pudiera ser capaz de analizar el flujo de signos que es en sí la realidad: continuum espacio-temporal virtualmente infinito. Escuchando los discursos de los políticos, especialmente los de los últimos tiempos, tengo la impresión de que presumen o creen definir en sus intervenciones toda la variedad de la fenomenología social gracias, meramente, a la ideación de los más novedosos constructos: heteropatriarcado, cuestiones de género, la nueva normalidad, etcétera. Es cierto que lo sorpresivo del lenguaje es su creatividad, su tendencia al neologismo, su capacidad de definición jerárquica de la realidad. Pero, también es cierto que tras un rato de  escuchar a los políticos, se me hace muy difícil la semejanza o incluso la relación entre el batallón de palabras que no cesa de emitirse y la variedad de la vida, ajena a toda compartimentación lingüística, política, o policial. A pesar de que el lenguaje siga siendo la gran herramienta humana, es inviable que este pretenda someter a la realidad hasta el punto de sustituirla: más bien debiera ser a la inversa, que la realidad sirva de inspiración al lenguaje, no al revés. Cuando esto último sucede, la teoría desplaza a los sujetos y los conceptos se ponen en lugar de los cuerpos. Entonces es cuando se produce el desastre, la pérdida del horizonte humano en el debate social. Partidos políticos como Podemos están ganados por la teoría pura.    







Los gif. Un amigo hace una interpretación neurótica de los gif: ve en esas imágenes que no cesan de producirse en una secuencia concreta, el mecanismo de ciertos pensamientos obsesivos. O sea, que los gif reflejarían un desgaste psíquico del hombre moderno, acostumbrado al ataque diario de estímulos de toda índole. Yo veo en la naturaleza de estos engendros informáticos el reflejo del dinamismo de nuestra era cultural. No supondrían ningún desgaste dirigido contra la persona sino el incansable ritmo de todas las grandes producciones artísticas, dependientes de ciertas técnicas. Y de esta acumulación de imágenes variopintas que se repiten de modo delirante se desprende cierta melancolía: la del presente, camuflado bajo su omnipotente producción de imágenes, la de la vejez del tiempo, la de  nuestra brillante y pululante  modernidad.


Dice Colinas en su libro Memorias del estanque, que la expresión oriental “que la ola fluya”, denota una sensación de infinito más humana que la asunción cristiana del “hágase tu voluntad”. No sé. Desde luego, esa voluntad en cuanto perteneciente a la divinidad ya me resulta ajena y remota, no puedo reconocerla sino en signos muy concretos de los períodos de una vida. Pero a mí, el pensamiento oriental me sume en una nada, exenta de todo detalle y textura, el cálido – para los orientales – y famoso vacío que más bien hace pensar en limbos opiáceos antes que en una ideación comprometida del paraíso. Tanto una cosa como la otra me parecen expresiones escapistas, al fin y al cabo, solo inteligibles en cuanto, paradójicamente, se invoca nada más y nada menos que a la divinidad, la abstracción imposible de imaginar por antonomasia, a no ser que  recurramos a la naturaleza y al prójimo como testigos de comunicaciones, de experiencias sensibles.  



Paseando algunas tardes de primavera, por el centro de Orihuela, cuando las calles están llenas de niños jugando, el calor fuerte todavía no nos incomoda y hay esa luminosidad que lo inunda todo, y un fulgor tranquilo vivifica los colores de los trajes de la gente que pasa por el puente nuevo, irrigando de azul los cielos que se elevan y todo parece un solo flujo de vida, me ha parecido que esto era un momento, una primicia del paraíso. Y es en estos instantes, cuando la vida muestra tal generosidad cuando pienso en el error del pensamiento místico que se empeña en buscar silencios y retiros, precisamente, extraños a la vida, a la vida que estoy observando feliz. Paseando a través de esta luz, también soy capaz de abstraerme, de recogerme, de disfrutar del silencio contemplativo: el que interiormente sucede ante esta exhibición de riqueza y movimiento.   


Se hace difícil acariciar a un insecto. Si lo intentas con una mariposa, le destrozas las alas.


Esta tarde, 10 de Julio, he experimentado con contundencia por primera vez en esta temporada el afantasmamiento de la siesta veraniega. He puesto el ordenador para buscar música y cuando la he estado escuchando, el recogimiento producido por la escucha ha potenciado todavía más la diferencia entre el adentro sombrío y fresco de la habitación y el afuera de la calle, sepultado por la luz y el fuego de la tarde. La división entre ambos mundos ha sido tan intensa, tan lejos, de pronto, me he sentido de la vida a plena luz, que una lágrima ha querido asomarse por mi ojo.




Escucho piezas para flauta sola de Charles Koechlin. A este autor lo descubrí hace unos años y este hecho confirma que la sorpresa, que la esperanza tiene visos de cumplirse cuando uno se abandona propiciamente, al azar. Cuando crees conocer todos los nombres importantes del arte, cuando te limitas a la música de un autor cuya escucha excluye otras distintas, surge lo que no conocías pero que quizás imaginabas. La producción notable de Koechlin lo convierte de pronto, para mí, en un pequeño continente musical. La calidad monótonamente alta de sus obras, les presta una unidad sensorial siempre satisfactoria. Sin ser original ni un genio, Koechlin enhebra una impresión general de placer estético, urdido dentro de unos límites que son los que le presta riqueza continua. Escucho la desolación luminosa de sus piezas para flauta y visito un mundo penumbroso y  sacral de ninfas, dioses, templetes y estanques simbolistas, diluyéndome en esas atmósferas remotas.  




Hay un momento en la aventura surrealista que justificaría por sí mismo empresas y presunciones, aspiraciones  e incluso dogmáticas. Ese momento es precisamente el no nombrado, el no encasillado, el puramente vivido, el instante en que podía comprobarse con todo el arrobo y entusiasmo que la pretensión surrealista de hacer converger libertad, imaginación, amor y poesía en la vida del sujeto, era posible, cuando la “locura” sincronizada no producía sino más intensidad y placer, la confirmación de la soberanía personal en el juego vertiginoso de la vida.   



Estas son las cosas que de la clase intelectual me entusiasman y cuyo atrevimiento hay que reivindicar, haciéndome, por otro lado, la figura de Michel Foucault, particularmente simpática. En el año 1975, el profesor universitario Simeon Wade invita a Michel Foucault a una sesión de toma de LSD. Foucault viaja de Francia a Estados Unidos, donde se reúne con su colega y otras personas en el Valle de la Muerte. Allí tendrá lugar la sesión, que durará varios días. Foucault aporta a la sesión grabaciones con música de Strauss, Chopin, Stockhausen. El resultado del encuentro alucinógeno no pudo ser más fascinador e inspirador. Al parecer, Foucault aseguraba al profesor Wade, que había sido la mayor experiencia de su vida. Cuando le quedaban pocos años para morir, el atrevimiento de Foucault le arrojaba a caminos de insólitas expectativas cuyo resultado intelectual quizá hubiéramos visto si no hubiera fallecido bajo una cifra orwelliana tan fatídica (1984). Pero nada de esta aventura con las drogas fue extraña a las querencias del filósofo, al contrario, obedeció a su voluntad de experimentar y sobre todo a su entusiasmo por la vida.    

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