miércoles, 31 de julio de 2024

LA MAGIA DE LA ADOLESCENCIA




La adolescencia es mágica, entre otras cosas, porque lo maravilloso que nos pueda ocurrir durante ese período no vuelve a  repetirse.

En la Dos, o en la Segunda Cadena, como siempre hemos dicho los de los setenta, están reponiendo, actualmente, en la sobremesa,  capítulos de la serie Verano Azul. Yo nunca vi un capítulo cuando los emitieron, pero echando un somero vistazo ahora, reconozco que he sentido una aguda nostalgia del tiempo en que mi familia y yo veraneábamos en Torrevieja, precisamente en los años en que se emitía esta serie, entre finales de los setenta y principios de los ochenta.

Lo que quiero resaltar es lo siguiente: ninguno, salvo uno (Juan Artero), de los jóvenes protagonistas de esta serie, tras la enorme fama nacional que supuso para sus vidas, volvió al mundo del espectáculo o del cine. Juan Artero fue, como he apuntado, el único que progresó en el mundo escénico como si aprovechando aquella ocasión extraordinaria se hubiera instalado en un continuum en el que ha permanecido hasta ahora.

El resto de actores jóvenes regresó poco después a la vida normal, es decir, acabados los capítulos, y aunque la fama se mantuvo hasta, prácticamente, hoy mismo entre quienes recuerdan la serie, la excepcionalidad que supuso el protagonizarla, se diluyó de sus vidas.

Si uno lo examina desde fuera se presta con facilidad y fascinación a una descripción muy elocuente que me hace recordar otro fenómeno parecido, ocurrido también a personas muy jóvenes, un par de décadas antes, en nuestro país y en un ámbito bien distinto al cinematográfico.

Me estoy refiriendo a las apariciones marianas que un grupo de niñas pudo visionar a principios de los sesenta en Garabandal.

A pesar de la reacción de las autoridades que pretendieron frenar lo que se había desatado en un punto tan localizado de la geografía nacional, el impacto social de las apariciones atravesó fronteras y las niñas, tras una serie de sorpresivos fenómenos, asistencia psicológica,  presión eclesiástica y periodística, acabaron saliendo del pueblo, instalándose, la mayoría de ellas, en el extranjero.

No pretendo cuestionar o analizar la naturaleza del fenómeno, que uno no puede sino remitir a estadísticas de hechos semejantes, tras el ineludible rastreo  bibliográfico con la intención de comprobar regularidades en la constatación de tales hechos en la historia moderna.

Lo que sí está vinculado a apariciones o situaciones semejantes es la edad de los protagonistas y la similitud de los contextos  sociales o mentales, sobre todo la ruralidad de los mismos.

¿Era una condición más o menos secreta, la de poder ver a la Virgen, la edad de las niñas, la de compartir más o menos un mismo nivel cultural, una sensibilidad semejante? ¿No son estos los elementos, precisamente, que identifican o definen en buena medida la actividad, la identidad de los jóvenes de la serie Verano Azul?

En ambos casos, la observación que se desprende, describe un marco de relaciones casi idéntico: durante la adolescencia, en la preadolescencia, si hay que afinar algo más,  un grupo de jóvenes experimentan unos hechos de tan fuerte significación que impactan sobre la sociedad, -en el caso de la representación cinematográfica -  o de un carácter tan extraordinario que les llevan a una fama internacional y a tener que abandonar el hogar- en el caso de las niñas de Garabandal.  

Acabada la serie o bien, finalizadas las apariciones, las personas jóvenes implicadas en ambas historias o fenómenos, vuelven a la normalidad, y ya no experimentarán jamás algo en sus vidas de semejante impacto general e individual.

Cada uno de los chicos o chicas se casarán, vivirán felicidades o adversidades que les marcarán ineludiblemente, pero nunca lo experimentado trascenderá el marco de la vida privada como en el caso que vivieron juntos cuando eran jóvenes.

Podríamos contemplar la adolescencia como ese período de la vida del sujeto en el que lo experimentado es de tal calibre originario e inesperado que podrá adquirir el nivel de acontecimiento, rebasando el límite de lo meramente íntimo. La adolescencia como ese momento de la vida de uno en que lo extraordinario sucede para no volver a repetirse. Casi diríamos que es imposible que se repita, pues lo que se da lo hace en el tiempo, no en compartimentos estancos independientes del tenor y la naturaleza de tal tiempo. 



Es absolutamente significativo a este respecto, la especificidad experiencial de la adolescencia, lo que se produce o se siente en el marco de ese período.  

Con respecto a esto recuerdo lo que las niñas de Garabandal , mujeres adultas ya, respondieron en una entrevista filmada a fines de los sesenta o principios de los setenta. A la pregunta del periodista de si les gustaría o interesaría volver a ver a la Virgen casi veinte años después, todas ellas, riendo, respondieron: Qué va. Para qué.

O sea, como diciendo, la intensidad de lo que vivimos entonces ya fue suficiente, o es improbable que ahora, a nuestra edad, vaya a ocurrir de nuevo algo igual.  

El escepticismo de las jóvenes puede sorprendernos e incluso contrariar el orden de nuestras pesquisas, pero, me parece que hay que tener en cuenta que,  independientemente de lo que supone y es, en el ámbito teológico y paranormal, una aparición, para las niñas la realidad del fenómeno tuvo un período de caducidad en cuanto al tiempo de la vivencia, es decir, se produjo en un espacio y en un tiempo cuantitativo, si me permite el adjetivo, limitados, definidos y definitivos.

La realidad de las apariciones está fuera de toda duda para las jóvenes,  del mismo modo que sólo bajo la condición de la edad que tenían fue como  pudieron acceder    a cosa tan extraordinaria. Cómo convertir la naturalidad y la franqueza del alma, en determinaciones que puedan articularse conscientemente para obtener los resultados originales. Las apariciones se produjeron cuando se produjeron y es imposible reproducir aquello, fuera lo que fuese.

Es en la adolescencia cuando se produce lo maravilloso porque no va a volver a producirse después: porque nosotros, los que sentimos, percibimos y vemos, ya no lo hacemos del mismo modo que antes, hemos cambiado. La historia, la sociedad, han añadido conocimientos nuevos, más o menos impertinentes, más o menos imprescindibles: ya no somos los mismos. De nuestra aventura nos queda el recuerdo y la impronta personal de los éxitos o los fracasos almacenados o superados.

Un dolor más o menos dulce, un temblor más o menos melancólico, puede atravesarnos si lo que recocemos como vivido en la adolescencia fue mágico pero ya remoto.

Si no somos capaces de repetir la vivencia de lo maravilloso, tenemos la memoria para afirmar que hemos sido únicos, que nuestras aventuras fueron absolutamente singulares y totales, así como disponemos del pensamiento para glosar qué significa esta ascendencia confusa con los ángeles de nuestra adolescencia y desbrozar en parte el camino al futuro de nuestra dignidad y belleza.

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