En los vasos íberos una
multitud de personajes y elementos decorativos evolucionan a través de la
estela que configuran con su propio fluir. La sucesión de una figura tras otra,
ineludiblemente, hace recordar el orden de un film: fotograma tras fotograma se
constituye a una velocidad regular la articulación de la película o las horas y
los días de que se constituye la vida de un alma. En el vaso ibero el guión de
la “película” es mostrar actividades varias como la caza, los ritos sagrados o
la danza.
A través de la sucesión
lineal, es decir, de una figura significativa tras otra semejante, sea soldado
o sacerdote, el desfile expone la
centralidad de estos personajes y su importancia en la vida social. Tales
representaciones van acompañadas de una profusa y dinámica serie de signos y
motivos. En más o menos orden, las figuras se deslizan, es decir, se suceden. En algún vaso este
orden no es tan visible y el número de motivos y símbolos que escoltan el paso
de guerreros y sacerdotes es tan florido que la sucesión se ha estancado,
convirtiéndose en mera convocatoria de imágenes, en jolgorio de formas
secundarias centelleando en torno a los personajes cruciales. Este carácter aglomerativo
de signos y representaciones me ha hecho recordar el “orden” explosivo-configurativo
de varias obras de Joan Miró.

Cuando las imágenes no se
suceden una tras otra, como lo harían las notas musicales de una composición o las secuencias de una película, aunque esta última
ostente composiciones ocasionales en escenas de una alta significación
iconográfica para el propio film, sino que tienden a apiñarse globularmente, o
tienden a colocarse por mera acumulación
y número, una al lado de la otra, encima, detrás o debajo, diluyendo
referencias espaciales previsibles, las imágenes constituyen algo así como una
asamblea en la que más que contarse algo, se expusiera como elemento
significativo el número y la presencia de los protagonistas del evento estético
al que pertenecen y constituyen. La intención narrativa se sustituye con la
exhibición del utillaje del que dispone el artista.
El motivo de las espirales,
la aparición de esvásticas, destacan el brío alucinógeno, la energía que atraviesan esta
representaciones y que el artista quiere hacer aparece en la estela fluyente de
la cerámica para conjurar las fuerza que mueven al universo.
Curiosamente el esquematismo
mironiano coincide con la síntesis de motivos florales evolucionando por
bordes, márgenes y centros desplazables en la pintura ibérica. Este carácter
ideogramático constata la atmósfera de la que ambas representaciones surgen o
comulgan: lo onírico.
Ahora bien, sólo a partir
del balbuceo gótico y la aparición del romanticismo, lo onírico se convierte
tanto en objeto estético como en inspiración
exclusiva. El ceramista íbero que crea una abigarrada escena de caza o de danza
sagrada cubriendo la casi totalidad del espacio disponible de formas e incluso
grafías, hace una obra onírica sin militar en ningún onirismo. El pintor
moderno que crea una poderosa obra de sabor arcaico, invoca una memoria común,
anulando la significatividad de la sucesión de los tiempos. Lo antiguo y lo
moderno convergen en el seno del arquetipo. Creo que el artista moderno más
representativo a este respecto es Picasso. Se dice que las primeras obras con
que impactó en París tenían como secreta fuente de inspiración unos ídolos
africanos. Personalmente yo relaciono el arte de Picasso con la antigüedad grecolatina,
y de un modo especial con el arte íbero y mediterráneo del que sería una
reencarnación nada banal, como ya lo destacase Jung en un ensayo a propósito de
las nuevas formas que adoptan los arquetipos. Las geometrizaciones y perfiles
picassianos estarían obedeciendo a las fuerzas de un espíritu anterior a las
teorías de Aristóteles.

No hay comentarios:
Publicar un comentario