Lo
común se articula a través de lo humano, pero cada persona tiene un rostro
diferente.
La
palabra define; los sonidos musicales merodean, pululan. La palabra apunta,
descubre, identifica; la música evoluciona, “comenta” sin palabras, festeja más
allá o más acá de las conceptuaciones.
En un
famoso ensayo, Juan Benet descreía que la semiótica pudiera ser capaz de
analizar el flujo de signos que es en sí la realidad: continuum
espacio-temporal virtualmente infinito. Escuchando los discursos de los
políticos, especialmente los de los últimos tiempos, tengo la impresión de que presumen
o creen definir en sus intervenciones toda la variedad de la fenomenología
social gracias, meramente, a la ideación de los más novedosos constructos: heteropatriarcado, cuestiones de género, la nueva
normalidad, etcétera. Es cierto que lo
sorpresivo del lenguaje es su creatividad, su tendencia al neologismo, su
capacidad de definición jerárquica de la realidad. Pero, también es cierto que
tras un rato de escuchar a los
políticos, se me hace muy difícil la semejanza o incluso la relación entre el
batallón de palabras que no cesa de emitirse y la variedad de la vida, ajena a
toda compartimentación lingüística, política, o policial. A pesar de que el
lenguaje siga siendo la gran herramienta humana, es inviable que este pretenda
someter a la realidad hasta el punto de sustituirla: más bien debiera ser a la
inversa, que la realidad sirva de inspiración al lenguaje, no al revés. Cuando esto
último sucede, la teoría desplaza a los sujetos y los conceptos se ponen en
lugar de los cuerpos. Entonces es cuando se produce el desastre, la pérdida del
horizonte humano en el debate social. Partidos políticos como Podemos están
ganados por la teoría pura.
Los gif. Un
amigo hace una interpretación neurótica de los gif: ve en esas imágenes que no
cesan de producirse en una secuencia concreta, el mecanismo de ciertos
pensamientos obsesivos. O sea, que los gif reflejarían un desgaste psíquico del
hombre moderno, acostumbrado al ataque diario de estímulos de toda índole. Yo
veo en la naturaleza de estos engendros informáticos el reflejo del dinamismo
de nuestra era cultural. No supondrían ningún desgaste dirigido contra la
persona sino el incansable ritmo de todas las grandes producciones artísticas,
dependientes de ciertas técnicas. Y de esta acumulación de imágenes variopintas
que se repiten de modo delirante se desprende cierta melancolía: la del
presente, camuflado bajo su omnipotente producción de imágenes, la de la vejez
del tiempo, la de nuestra brillante y
pululante modernidad.
Dice Colinas en su libro Memorias
del estanque, que la expresión oriental “que la ola fluya”, denota una
sensación de infinito más humana que la asunción cristiana del “hágase tu
voluntad”. No sé. Desde luego, esa voluntad en cuanto perteneciente a la
divinidad ya me resulta ajena y remota, no puedo reconocerla sino en signos muy
concretos de los períodos de una vida. Pero a mí, el pensamiento oriental me
sume en una nada, exenta de todo detalle y textura, el cálido – para los
orientales – y famoso vacío que más bien hace pensar en limbos opiáceos antes
que en una ideación comprometida del paraíso. Tanto una cosa como la otra me
parecen expresiones escapistas, al fin y al cabo, solo inteligibles en cuanto,
paradójicamente, se invoca nada más y nada menos que a la divinidad, la
abstracción imposible de imaginar por antonomasia, a no ser que recurramos a la naturaleza y al prójimo como
testigos de comunicaciones, de experiencias sensibles.
Paseando
algunas tardes de primavera, por el centro de Orihuela, cuando las calles están
llenas de niños jugando, el calor fuerte todavía no nos incomoda y hay esa
luminosidad que lo inunda todo, y un fulgor tranquilo vivifica los colores de
los trajes de la gente que pasa por el puente nuevo, irrigando de azul los
cielos que se elevan y todo parece un solo flujo de vida, me ha parecido que
esto era un momento, una primicia del paraíso. Y es en estos instantes, cuando
la vida muestra tal generosidad cuando pienso en el error del pensamiento
místico que se empeña en buscar silencios y retiros, precisamente, extraños a
la vida, a la vida que estoy observando feliz. Paseando a través de esta luz,
también soy capaz de abstraerme, de recogerme, de disfrutar del silencio
contemplativo: el que interiormente sucede ante esta exhibición de riqueza y
movimiento.
Se
hace difícil acariciar a un insecto. Si lo intentas con una mariposa, le
destrozas las alas.
Esta
tarde, 10 de Julio, he experimentado con contundencia por primera vez en esta
temporada el afantasmamiento de la siesta veraniega. He puesto el ordenador
para buscar música y cuando la he estado escuchando, el recogimiento producido
por la escucha ha potenciado todavía más la diferencia entre el adentro sombrío
y fresco de la habitación y el afuera de la calle, sepultado por la luz y el
fuego de la tarde. La división entre ambos mundos ha sido tan intensa, tan
lejos, de pronto, me he sentido de la vida a plena luz, que una lágrima ha
querido asomarse por mi ojo.
Escucho
piezas para flauta sola de Charles
Koechlin. A este autor lo descubrí hace unos años y este hecho confirma que
la sorpresa, que la esperanza tiene visos de cumplirse cuando uno se abandona
propiciamente, al azar. Cuando crees conocer todos los nombres importantes del
arte, cuando te limitas a la música de un autor cuya escucha excluye otras
distintas, surge lo que no conocías pero que quizás imaginabas. La producción
notable de Koechlin lo convierte de pronto, para mí, en un pequeño continente
musical. La calidad monótonamente alta de sus obras, les presta una unidad
sensorial siempre satisfactoria. Sin ser original ni un genio, Koechlin enhebra
una impresión general de placer estético, urdido dentro de unos límites que son
los que le presta riqueza continua. Escucho la desolación luminosa de sus
piezas para flauta y visito un mundo penumbroso y sacral de ninfas, dioses, templetes y estanques
simbolistas, diluyéndome en esas atmósferas remotas.
Hay
un momento
en la aventura surrealista que justificaría por sí mismo empresas y
presunciones, aspiraciones e incluso
dogmáticas. Ese momento es precisamente el no nombrado, el no encasillado, el
puramente vivido, el instante en que podía comprobarse con todo el arrobo y
entusiasmo que la pretensión surrealista de hacer converger libertad,
imaginación, amor y poesía en la vida del sujeto, era posible, cuando la
“locura” sincronizada no producía sino más intensidad y placer, la confirmación
de la soberanía personal en el juego vertiginoso de la vida.
Estas
son las cosas que de la clase intelectual me entusiasman y cuyo atrevimiento
hay que reivindicar, haciéndome, por otro lado, la figura de Michel Foucault, particularmente simpática.
En el año 1975, el profesor universitario Simeon
Wade invita a Michel Foucault a una sesión de toma de LSD. Foucault viaja de Francia a Estados Unidos, donde se reúne con
su colega y otras personas en el Valle de la Muerte. Allí tendrá lugar la
sesión, que durará varios días. Foucault aporta a la sesión grabaciones con
música de Strauss, Chopin, Stockhausen. El resultado del encuentro alucinógeno no pudo ser más
fascinador e inspirador. Al parecer, Foucault aseguraba al profesor Wade, que
había sido la mayor experiencia de su vida. Cuando le quedaban pocos años para
morir, el atrevimiento de Foucault le arrojaba a caminos de insólitas
expectativas cuyo resultado intelectual quizá hubiéramos visto si no hubiera
fallecido bajo una cifra orwelliana tan fatídica (1984). Pero nada de esta
aventura con las drogas fue extraña a las querencias del filósofo, al
contrario, obedeció a su voluntad de experimentar y sobre todo a su entusiasmo
por la vida.
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