miércoles, 2 de diciembre de 2020

MEMORIAS DEL ESTANQUE Antonio Colinas



No soy un experto en la obra de Colinas. Conozco fragmentariamente su obra poética y sólo, últimamente, han caído en mis manos dos libros que ha sido la curiosidad pura la que me ha aproximado a ellos: su último libro de poesía, En los prados sembrados de ojos, y este de carácter autobiográfico, Memorias del estanque.

No lo sé con exactitud, quizá por las circunstancias personales que atravieso o por esos reflujos de la memoria que hacen retornar a las pasiones adolecentes, los libros de memoria y los de poesía se han convertido en el objeto ansioso de mi lectura. En la poesía busco la intensidad expresiva, la mayor confesión que se pueda hacer; en los libros de memorias, la naturaleza de la plenitud o el desasosiego vividos, la amplitud irrepetible, los límites de la experiencia.  

Memorias del estanque consta de dos textos extensos y ricos en información personal y  pensamientos sobre literatura, mística y poesía: El primero, propiamente titulado Memorias del estanque, que nos cuenta la biografía del poeta desde su infancia hasta la actualidad, la historia de su vida, en definitiva;  y un apéndice al texto anterior, Un valle, dos valles, que es una mezcla de diario y trabajo aforístico, y que funciona como una actualización de todo lo narrado en las memorias.

Contar la propia historia significa visitar la memoria doblemente: para hacer acopio de hechos, circunstancias y nombres, y, por otro lado, comprobar qué relevancia tienen todavía en el sujeto las primeras impresiones, las que inauguraron la sensibilidad e hicieron visible el mundo. En este sentido Colinas hace un esfuerzo por ser tan franco como preciso sin resultar profuso. Su narración sobre las mayores incidencias de su vida es sencilla, directa, sin presunciones. Leyendo estas memorias nos hacemos una idea clara de la dimensión de lo vivido por Colinas.

Personalmente me he sentido casi como parte de la familia, aunque Colinas no me conozca, claro, pues el poeta menciona a autores y escritores que yo sí he conocido y conozco. Por ejemplo, dedica un párrafo largo al poeta bohemio por excelencia durante los sesenta, setenta y parte de los ochenta: Carlos Oroza.  En 1985, tuvimos la suerte de conocer al poeta gallego, yo y los entonces numerosos y rumbosos miembros de la revista literaria Empireuma. Gracias a la mediación de un amigo, visitó Orihuela y dio un singular recital en las salas del Instituto de Bachillerato Gabriel Miró de la ciudad. No pasó noche en ningún hostal, sino que,  tal y como apareció, durmió en casa de uno de nosotros. Recuerdo cómo nos sorprendió que hubiera hecho amistad con Bob Dylan y Tom Waits, de quien nos trajo una grabación musical, inédita entonces en España.

Colinas también nombra a Blanca Andreu, quien es nuestra más distinguida vecina – reside aquí, en Orihuela - y una gran amiga.

Como hemos dicho, el viaje de Colinas por el tiempo posee una doble significación, finalmente, convergente: recuento de hechos y experiencias y visita a las fuentes de la memoria. En este último sentido, tal viaje no es en vano. Bellamente, nos dice: Eran años aquellos en los que la juventud se llevó a la adolescencia y el niño que fui quedó olvidado, hasta que hace muy poco lo necesité para que me revelara los símbolos primeros. Los grados de fabulación de la memoria no importan si, en definitiva, perseveran los tesoros de la identidad y la creatividad. Colinas examina, recorre todos esos puntos, lugares y momentos, de la infancia, de la preadolescencia, buscando lo que nos ha confesado: los tramos en que se gestó o descubrió lo que contribuiría fundamentalmente a la formación de su persona y de su talante poético.   

La visión órfica de la naturaleza es un tema notorio en la poesía de Colinas. Tal visión, en los tiempos que corren, (perdón por frase tan  obviamente estereotipada) debiera implicar un carácter singular en el poeta que la defienda. En efecto, con Colinas, así es. En la serie de reflexiones breves o fragmentos aforísticos que constituyen su apéndice a las memorias, el poeta medita sobre los grandes temas de la mística y de la vida, a través de la observación asombrada de  la naturaleza que le rodea. Tierras, piedras, muros, plantas, pájaros, fuentes, estrellas, noches de verano y tormentas, todo tipo de criatura, es motivo para el hallazgo de una puesta en escena concreta  del símbolo que Colinas se apresura a notificar. Esta parte del libro tiene un sosegado y fascinador ritmo, pues el poeta pone a prueba su capacidad de observación y sensibilidad: todo lo que nos rodea se preña de significación en cuanto la fina indagación se detiene con curiosidad en torno a un objeto. Para el poeta todo, la naturaleza, el mundo humano, el cosmos es como una partitura henchida de maravillosa música que hay que saber leer y descifrar. Nos rodean fragmentos luminosos de futuro y misterio a la espera del discernimiento. Y, claro, en medio de la exaltación también se agita la confusión y la duda: las palabras dan sentido y cauce a nuestras vidas. Nos salvan pero a la vez nos confunden y perturban. ¡Eterna dualidad! ¿Dónde la palabra sin letras, la que temblando en los labios debería sanar y salvar para siempre?

Creo que el poeta de verdad crea harmonía con su obra poética y señala lugares oraculares en la realidad. Antonio Colinas me parece que obedece a esta figura.

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