No
soy un experto en la obra de Colinas. Conozco fragmentariamente su obra poética
y sólo, últimamente, han caído en mis manos dos libros que ha sido la curiosidad
pura la que me ha aproximado a ellos: su último libro de poesía, En
los prados sembrados de ojos, y este de carácter autobiográfico, Memorias
del estanque.
No
lo sé con exactitud, quizá por las circunstancias personales que atravieso o
por esos reflujos de la memoria que hacen retornar a las pasiones adolecentes,
los libros de memoria y los de poesía se han convertido en el objeto ansioso de
mi lectura. En la poesía busco la intensidad expresiva, la mayor confesión que
se pueda hacer; en los libros de memorias, la naturaleza de la plenitud o el
desasosiego vividos, la amplitud irrepetible, los límites de la experiencia.
Memorias del estanque
consta de dos textos extensos y ricos en información personal y pensamientos sobre literatura, mística y poesía:
El primero, propiamente titulado Memorias
del estanque, que nos cuenta la biografía del poeta desde su infancia hasta
la actualidad, la historia de su vida, en definitiva; y un apéndice al texto anterior, Un valle, dos valles, que es una mezcla
de diario y trabajo aforístico, y que funciona como una actualización de todo
lo narrado en las memorias.
Contar
la propia historia significa visitar la memoria doblemente: para hacer acopio
de hechos, circunstancias y nombres, y, por otro lado, comprobar qué relevancia
tienen todavía en el sujeto las primeras impresiones, las que inauguraron la
sensibilidad e hicieron visible el mundo. En este sentido Colinas hace un
esfuerzo por ser tan franco como preciso sin resultar profuso. Su narración
sobre las mayores incidencias de su vida es sencilla, directa, sin
presunciones. Leyendo estas memorias nos hacemos una idea clara de la dimensión
de lo vivido por Colinas.
Personalmente
me he sentido casi como parte de la familia, aunque Colinas no me conozca, claro,
pues el poeta menciona a autores y escritores que yo sí he conocido y conozco.
Por ejemplo, dedica un párrafo largo al poeta bohemio por excelencia durante
los sesenta, setenta y parte de los ochenta: Carlos Oroza. En 1985,
tuvimos la suerte de conocer al poeta gallego, yo y los entonces numerosos y
rumbosos miembros de la revista literaria Empireuma. Gracias a la mediación de
un amigo, visitó Orihuela y dio un singular recital en las salas del Instituto
de Bachillerato Gabriel Miró de la ciudad. No pasó noche en ningún hostal, sino
que, tal y como apareció, durmió en casa
de uno de nosotros. Recuerdo cómo nos sorprendió que hubiera hecho amistad con Bob Dylan y Tom Waits, de quien nos trajo una grabación musical, inédita
entonces en España.
Colinas
también nombra a Blanca Andreu,
quien es nuestra más distinguida vecina – reside aquí, en Orihuela - y una gran
amiga.
Como hemos dicho, el viaje de Colinas por el tiempo posee una doble significación, finalmente, convergente: recuento de hechos y experiencias y visita a las fuentes de la memoria. En este último sentido, tal viaje no es en vano. Bellamente, nos dice: Eran años aquellos en los que la juventud se llevó a la adolescencia y el niño que fui quedó olvidado, hasta que hace muy poco lo necesité para que me revelara los símbolos primeros. Los grados de fabulación de la memoria no importan si, en definitiva, perseveran los tesoros de la identidad y la creatividad. Colinas examina, recorre todos esos puntos, lugares y momentos, de la infancia, de la preadolescencia, buscando lo que nos ha confesado: los tramos en que se gestó o descubrió lo que contribuiría fundamentalmente a la formación de su persona y de su talante poético.
La
visión órfica de la naturaleza es un tema notorio en la poesía de Colinas. Tal visión,
en los tiempos que corren, (perdón por frase tan obviamente estereotipada) debiera implicar un carácter
singular en el poeta que la defienda. En efecto, con Colinas, así es. En la
serie de reflexiones breves o fragmentos aforísticos que constituyen su
apéndice a las memorias, el poeta medita sobre los grandes temas de la mística
y de la vida, a través de la observación asombrada de la naturaleza que le rodea. Tierras, piedras,
muros, plantas, pájaros, fuentes, estrellas, noches de verano y tormentas, todo
tipo de criatura, es motivo para el hallazgo de una puesta en escena concreta del símbolo que Colinas se apresura a
notificar. Esta parte del libro tiene un sosegado y fascinador ritmo, pues el
poeta pone a prueba su capacidad de observación y sensibilidad: todo lo que nos
rodea se preña de significación en cuanto la fina indagación se detiene con
curiosidad en torno a un objeto. Para el poeta todo, la naturaleza, el mundo
humano, el cosmos es como una partitura henchida de maravillosa música que hay
que saber leer y descifrar. Nos rodean fragmentos luminosos de futuro y
misterio a la espera del discernimiento. Y, claro, en medio de la exaltación
también se agita la confusión y la duda: las
palabras dan sentido y cauce a nuestras vidas. Nos salvan pero a la vez nos
confunden y perturban. ¡Eterna dualidad! ¿Dónde la palabra sin letras, la que
temblando en los labios debería sanar y salvar para siempre?
Creo que el poeta de verdad crea harmonía con su obra poética y señala lugares oraculares en la realidad. Antonio Colinas me parece que obedece a esta figura.
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