Si
como afirmara de modo capital Juan Ramón Jiménez, el pueblo es el origen de
toda poesía, aunque para certificar determinados menesteres de ese pueblo se exija
de la complicada localización sentimental del mismo, no hay duda de que la fiestas de
Semana Santa en tanto que puesta en escena y representación, son florida y
sensitiva expresión poética del pueblo.
Si
no hubiera fiestas que secuenciaran el tiempo, la vivencia de este se haría
insoportable. Toda fiesta es una alteración espacio-temporal del entorno
social. Mientras que en las Navidades se festeja más la intimidad y el
recogimiento y fluyen los regalos, durante la Semana Santa es el espacio
exterior, la calle, lo que es tomado por la comunidad y el regalo general es
ese ambiente de sosegado esparcimiento que bautiza la primavera. Y esta
combinación es aprovechada doblemente. Los nardos y claveles que
adornan algunos pasos de Semana Santa corroboran, más allá de la convergencia
de la estación del año con la efeméride sagrada, el albor del mensaje: la
vinculación de Cristo a la Primavera, es decir, a la emergencia de un Tiempo
Nuevo. Qué grato resulta que todo este simbolismo disfrute de una puesta en
escena tan laboriosa como indefectible.
He
visto estos días de fiesta a madres con sus hijos pequeños entusiasmarse ante
el brillo sonoro de las bandas musicales, a un grupo de ecuatorianos
santiguarse con estremecido decoro ante el paso de las imágenes, a la gente, en
general, guardar silencio cuando se le pedía hacerlo. No sé, pero que delicadas consideraciones de
respeto y dignidad se den en plena calle, aunque se prevean dentro de unos
ritos y sólo se produzcan periódicamente, creo que es algo que hay que valorar.
Quiere esto decir que somos capaces de mejorar el ambiente convivencial y provocar sutilezas comunicativas, que
disponemos de la suficiente educación como para evaluar el discurrir público de
los símbolos.
Y
a propósito de símbolos: nada más alucinógeno y barroco que un paso de Semana Santa.
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