Fascinación durante los
preparativos del viaje. Ir a un museo es visitar un lugar onírico- recuérdese
las observaciones de Walter Benjamin en su famoso Libro de los pasajes –. Un museo es un lugar de reparticiones
espaciales, aparentemente estáticas, pero que cuando son visionadas durante una
visita atenta, producen paulatinamente
el sentido de un orden estético e histórico. Las estancias, los cuadros,
las estatuas, los más diversos objetos reposando en sus cubículos de cristal,
todo ha sido colocado en una determinada posición y linealidad y conforme vas
identificando geografías y yacimientos, utilidad de los objetos, contexto, todo
ello te va hablando en silencio sobre una causa mayor a la que corresponden y de la que son consecuencia
concreta. La civilización consta de la serie de pormenores ordenados de una
trama social y simbólica. Dicen que el MARQ es uno de los museos más
sofisticados de Europa. Comprobaremos cómo trata, cómo ordena la marabunta de
objetos y obras artísticas que han ido emergiendo de la arena, de las franjas
de tierra, de herencias particulares, de los más insólitos recovecos.
Al entrar, nos topamos con
la sala temporal de exposiciones. En esta ocasión, Persia. Observo esos
relieves asirios, porosos y sólidos a un tiempo. Estas formas pertenecientes a
épocas antiguas, son abigarradas y uniformes. Cómo estas características
aparentemente opuestas van conformando una imagen general de una civilización.
Los relieves, las estatuas no dependen de sus enclaves materiales concretos:
desde su superficial estatismo, emprenden el vuelo, propulsan una estela de
fulgor permanente.
Conceptos, objetos nuevos:
ritón. Qué surtido de elementos rituales danzando en torno a la construcción de
un gran significado, de una divinidad a la que se le sirve o se le evoca.
Inercia de estos objetos, que cuando no son utilizados, son sólo eso, objetos, pierden
su antigua capacidad de ser transmisores de energía y se convierten en
cachivaches herméticos.
Pasamos a la sala de la era
moderna, a la izquierda, apenas entras al museo. Impresión ante los frondosos libros de los
arqueólogos del siglo XIX expuestos, objetos arqueológicos ellos mismos.
La sala de la era moderna es
como un largo rectángulo cuajado de exposiciones, vitrinas, objetos y una
alargada pantalla con un video donde se recogen filmaciones antiguas de la
ciudad o de la provincia de Alicante. Como siempre, esa impresión sepìa del
XIX, es denso tono marronáceo, se impone, descolora todo otro tono. Resulta
difícil imaginar azules en plena camaradería con los chalecos, las gorras las
chaquetas o los blusones pardos o grises de la época. Sensación específica: el
XIX parece más antiguo o momificado que las restantes épocas. Quizás es por su
cercanía en el tiempo que me parezca como más apergaminado o machacado. Recuerdo
lo que decía Baudelaire sobre su tiempo: el siglo del luto. Los restos romanos
o íberos son límpidos objetos, nobles formas de una era perenne que ha vencido
al tiempo. Precisamente, al estar ubicados, con respecto a nosotros, más lejos
en el tiempo, se han librado de él.
Taxiphoto,
un visor estereoscópico, nuevo invento de la época, que desconocía, como
producto de la investigación sobre el movimiento de las imágenes que se
desarrollaba entonces. El armatoste llama la atención, y aunque lo que se
pudiera ver dentro en evolución nos
pueda parecer hoy rudimentario, a mí me impacta, me hace soñar con el momento
en que el visionamiento se produjera. Cada instante de la vida ofrece su
entusiasmo, su ilusión específica. Me molesta despachar demasiado rápido las
singularidades de un aparato como este por el consabido motivo estereotipado del
progreso histórico. Hay que desmaterializarse en las texturas del momento para
conocer la imaginación de la sociedad y la del hombre de esa sociedad, no para
blindarnos con la obligada edificación de una teoría.
Estando en la sala de la Era Moderna, hago un
esfuerzo de concentración y relajación, al mismo tiempo y lo consigo: efecto
alucinatorio como consecuencia del video que no cesa de proyectarse y el
entorno lleno de objetos de época: asientos, monedas, cartas, distintos
documentos escritos, fotografías, pistolas, libros… De pronto, durante apenas
segundo y medio, levito en medio de la sala, mientras turistas franceses pasan
a mi lado sin advertirlo. Disfruto de las concesiones de la historia
materializadas en imágenes y objetos. La película que proyectan es el pasado
remoto de 1900, pura y egregia fantasmidad, realidad efectuada en el tiempo,
tiempo que se desliza delante de mí desde su confinamiento inasible, mientras
que paralelamente a este suceso, los objetos que reposan a mi lado, son los que
se usaron en aquel tiempo filmado que veo, insólitamente, pasar. El pasado,
deja, por inercia, todas estas herramientas y útiles, todas estas
construcciones del ingenio del momento, que van del mencionado Taxiphoto a
pilas domésticas de agua bendita, de legajos inexcusables a vasos decorados o
instrumentos de destilación de licores. La fascinación es muy breve, pero tampoco puedo negarla. Ante mí, lo que el
tiempo produce y ha sido, se desborda en percepciones sensibles y cosas reales
que puedo tocar, el tiempo ha sido y ya no es, el tiempo no existe y sí existe,
al mismo tiempo, pues nadie habitó el pasado: la gente filmada en 1900 que veo,
vivían el ahora, su ahora. No se movían por conceptos prejuiciosos de tiempo
como hago yo para envolverme en evocadoras nostalgias. Pero, de todos modos, no
puedo dejar de teorizar sobre ese flujo de seres idealizados, de poetizar. El
pasado, aunque sea inmediato, es fuente de ensoñaciones.
Qué estricta conjunción de
la memoria, qué juego metapoético o metahistórico, la breve pero rotunda
superposición de tiempos históricos que se deriva de esa ilustración del XVIII
que refleja a un artista pintando el monumento más antiguo y representativo de
Villajoyosa. La serenidad de lo clásico contrasta con la extravagancia de las
indumentarias del dibujante actual, es decir, la del personaje dieciochesco.
Jarro en azul beretino,
quizá procedente de alguna familia burguesa que lo tendría colocado en el
salón, donde entrarían algunos rayos de sol, o en el pequeño recibidor de la
casa y que marcaría su posición punteando de pequeñas vibraciones azules la
atmósfera apagada de la casa. El azul es un lujo soñador de las estancias
modernistas y simbolistas. La existencia de ese solo jarrón ¿quiere decir que ya
todo el mundo, a principios de siglo XX, en Alicante, era modernista? ¿Puede
ser una época modernista sin que lo sean los individuos?
Tenía razón Walter Benjamin.
El museo es un lugar onírico. Y llama la atención que ello no sea
conscientemente constatado por sus usuarios, más atraídos por los archivos y
las cronologías. Cómo enfrentarse a lo que los tiempos nos han legado si no es
alucinándose ante la realidad de su haberse dado en el tiempo real.
Además de ánforas hay anforetas.
El vértigo del tiempo alojado
en las piezas más minúsculas y aparentemente insignificantes: la cantidad de
información que nos da un diente prehistórico.
Las figuras de alabastro de
la Edad del Bronce recuerdan, perfectamente, obras de Brancusi. Ya se ha
escrito mucho sobre el tema, de cómo las más rabiosas y rompedoras vanguardias
de principios de siglo XX, se dan la mano con las obras más antiguas, de cómo
comparten la eficacia de las formas sintéticas. Las vanguardias pusieron de
moda el arcaísmo, proponiendo, estéticamente, el final, la culminación de la
Era del hombre. Por otro lado, pienso en esos exvotos íberos con formas de
caperuza. Son iconográficamente, figuras de extraterrestres. No sé por qué no
ha cundido literatura a propósito de esta caprichosa semejanza. Al parecer,
figuras antiguas de marcianos sólo tienen que aparecer en regiones exóticas,
como en México, en la cultura maya.
Objetos rituales de oro:
ritones, que servían para que el agua sagrada irrigara lo que simbólicamente se
sacrificaba u ofrecía. Qué bien le hubiera venido a la poesía de Lezama Lima
cosas como estas, a no ser que las haya utilizado ya: objetos de las más
variadas maneras cuya función estaba precisamente reglada e instituida. Las
religiones antiguas pueden ser brutales en alguno de sus manejos, pero se
muestran absolutamente coherentes y firmes con respecto a lo que pretenden o
postulan. No hay medias tintas en lo que respecta a la utilidad y significado
del ritual.
A veces descubrimos que la
suma de los siglos no es nada. Ante mí una cuchara de 600 años antes de Cristo.
El objeto me es tan familiar, esa cuchara tan nítida y racionalmente diseñada
es tan absolutamente igual a la que he utilizado hoy mismo, en casa, a la hora
de comer, que me cuesta, o mejor, me es imposible imaginar el tiempo que dista
entre la mía y la de la exposición. Con
los antiguos podemos ser contemporáneos en la inteligencia, en el ejercicio de
alguna invención tecnológica, como por ejemplo, esta cuchara imposible. De
nuevo, la observación de Whitehead, “el objeto es atemporal”, acierta en las
acepciones de objeto como algo formal, como producto. Me es imposible, observando la
cuchara, pensar en genealogías dirimiendo las formas prototípicas de los
cubiertos de la mesa, o en el tiempo que le llevó al hombre inventar, dar con
la forma de la cuchara. Ahí está, fuera de las grávidas orbitas del tiempo y de
la historia. La cuchara jamás fue inventada, siempre estuvo ahí.
Ante algunas
representaciones de la diosa Deméter, reparo en la elegancia, en la soberanía
ineludible de la estatuaria clásica. Esos bloques de piedra, qué sensualidad,
qué ligereza, qué gracia adquieren con el toque del artista. Con tan sólo
presentarse ante la vista, este arte expone toda su majestuosidad, toda su
belleza como objetivo único y perenne. La eternidad y la serenidad le pertenecen. Y qué harmonía
despiden a su alrededor estas imágenes, qué terso y supremo orden establecen en
el mundo de las formas. Observando y elogiando de este modo a la escultura
clásica, le das la razón a quien identifica este arte con una de las más
supremas civilizaciones.
Si yo hubiera nacido en la
antigüedad, es decir, durante el imperio romano o en la Grecia clásica, qué
destino hubiera sido el mío… pero sé que esto es imposible.
Todos los conceptos o
disciplinas que se derivan del estudio de lo antiguo y que poseen ese atractivo
de analizar la solidez de los posos del tiempo. Por ejemplo, “epigrafía”. En
cierto sentido es lo que no paramos de hacer: interpretar, al mundo, al
prójimo, a la mente propia. Somos tan extraños que de uno a otro, hay como
siglos de distancia, somos poblaciones remotas los unos para los otros. La gramática de nuestros abuelos, por
ejemplo, los usos lingüísticos del XVIII o del XIX, qué extrañas nos parecen.
Hay que hacer un esfuerzo
con la imaginación e intentar ubicarse, aunque sea por instantes, en la época y
disfrutar de un sorpresivo efecto de revelación. Esto me digo observando un
fragmento de estuco coloreado: las casas, los templos estaban pintados, la antigüedad estaba llena de color.
Observando la decoración
interior romana, me fijo en las líneas pintadas que demarcan paredes o
fragmentos concretos de lienzo. Me pregunto por el origen de estas líneas,
sobre su función específica. Es como un pensar dos veces las paredes, como una
réplica lineal de las mismas con la intención de colocar algo dentro de esa
enmarcación, o intensificar el color de las paredes en tales zonas. Las líneas
no molestan ni a la vista ni a la percepción del espacio ni al uso de las
habitaciones. Es como una demarcación sutil y fina que en realidad hace levitar
la pared sobre la mera inercia de la piedra. Decoración geométrica que
meramente se hace eco de las líneas rectas de las paredes, multiplicando
internamente el espacio, distribuyendo zonas para pintarlas de modo distinto o
colocar cuadros. ¿Por qué se llaman las pinturas, cuadros? Quizá por esa misma
lógica geométrica. Modernidad sorprendente de los interiores romanos. Esa
funcionalidad a la que no le sobra ni le falta nada.
La visita a la sala de la
era romana, me lleva, finalmente, tras las observaciones anteriores, a pensar
la vida de todos los días en la época, cómo se percibían las cosas, el arte, cómo
era la vida social. Un complicado instrumento que servía para la
compartimentación de la tierra de cultivo, me hace pensar que las complejidades
tecnológicas siempre han existido en todas las épocas. Sólo el delirio
actual, que cree paralelo el progreso
tecnológico al cultural y social, se autocorona como el apogeo de la invención
humana, enarbolando cosas como la realidad virtual, las impresoras en tres
dimensiones y los adelantos sin fin integrados a los teléfonos móviles. En
realidad, una visita a la era que sea, nos revela la excelencia humana y la
futilidad de nuestros prejuicios despreciativos con respecto a lo antiguo. Los
templos, las casas y las estatuas coloreadas, tal y como eran en la antigüedad
y en realidad, acaban con el concepto romántico de ruina, adorado por germanos
y góticos. La ruina se convirtió en motivo propio del arte y se la ilustró y se
la produjo literaria y pictóricamente. Pero, de dónde procedían las famosas
ruinas: de los colosales y bellos imperios romanos y griegos, universos ajenos
al abandono y el regodeo espectral de la ruina. Los románticos se embriagaban
con el aura que envolvía a las ruinas, se solazaban con el desastre del tiempo
ejecutado sobre soberbias arquitecturas. Los clásicos, simplemente, producían
esas arquitecturas sin ningún concepto brumoso de aura gravitando sobre sus
planos. Al imaginar la antigüedad plena de color, con más razón pienso que se
la conceptúe como el período clásico de la cultura occidental.
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