ESPECULACIONES LEGÍTIMAS
No sólo de pan vive el
hombre, dice el conocido proverbio bíblico. Yo conozco a alguno que, desde hace
cuarenta años, sólo vive de los libros escritos por los otros y de los libros
que sueña escribir.
Para Miguel Espinosa, Satán
es lo irreal que ha sustituido a lo real, a formas de vida menos alienantes y
más conectadas con lo mejor de la tradición. La irrealidad, es decir, lo
acategórico, ha vaciado a la vida de su sustancia, y lo que se despliega ante
nuestros ojos, es esa cosa pintoresca, virtuosamente absurda y fragmentaria que
es la vida moderna de todos los días.
Qué poder, qué cordialidad,
qué sinuosidad posee el lenguaje. A veces, tal y como estamos acostumbrados a
través de la lluvia mediática, un par de palabras forman un cliché que se va
repitiendo y que incluso usamos contra nuestra voluntad. En otras ocasiones, esos enunciados que van
desplazándose y viajando de la lengua a la práctica, resultan menos idiotizantes y más amables, incluso luminosos
y estimulan nuestra esperanza. El epígrafe que a una serie de textos
documentales propios, puso André Gide, me suena cada vez que lo recuerdo o lo
evoco, muy fraterno y humano, tan inteligente como nada autoritario y empañado
de piedad: No juzguéis.
El semiólogo ruso Yuri
Lotman recuerda la sutil observación de Florensky acerca de los sueños. En el
momento de recordarlos ya iniciamos una operación de inteligibilidad, de “traducibilidad”. El final o el principio del sueño son intercambiables en esos momentos. El sueño sólo adquiere entidad narrativa cuando tras recordarlo, intentamos
escribirlo o contárselo a alguien. En esos momentos, dice Florensky, el sueño
se convierte en otra cosa de lo que era, pues el principio y final son, en
definitiva, términos que la narratividad impone por su propia lógica, no por la
del sueño originario. El sueño, apenas titilante en el umbral de la conciencia, no posee consistencia alguna, está a punto de precipitarse en el abismo de la
no vigilia y perderse, olvidarse para siempre si no es rescatado por ese poder
de la razón, apenas lúcido de verdad, que le dé conformación y lo transforme en
una historia.
René Char debería haber
escrito en una lengua más matérica, más contundente que el francés, como el
español, o el griego. Leída en español, la poesía de Char revela un poderío
verbal, una altura litúrgica de la palabra que en francés queda reducida a
floración sensorial, a operación intelectiva. El estilo de Char descubre
registros en el propio castellano que no observo con tanto brío en el francés
nativo,
Leo en las redes que a
veces, y para los propios argentinos, Cortázar, parece cursi, y que ya no ocupa
un primer lugar en el imaginario de los latinoamericanos, lugar que ocupa Bolaños. Bueno, es habitual que esto ocurra, que tras haber frecuentado a un
autor y a sus obras y aun amándolo, nos distanciemos con cierta energía y
prefiramos otras literaturas. El primer rechazo que sentí contra Cortázar, fue
en algún momento de los noventa, cuando tras haber disfrutado a rabiar con su
obra años antes, experimenté cierta saturación o creí observar caduco el
horizonte ideológico que traslucían algunos de sus libros. Pero este rechazo no
es sino la primera fase de un proceso de acercamiento-distanciamiento, que
solemos experimentar con las obras de los grandes autores y que consta de esos movimientos de repulsa y atracción que, tras ser atravesados, cierran la
historia de nuestra relación con la obra del autor en cuestión o la abren
indeterminadamente a esa dinámica. Actualmente, tras haber pasado por el Cortázar
implicado políticamente, por el Cortázar afrancesado hasta el sumun, por el
cursi y metaliterario, disfruto de una reconciliación, creo, ya, irrompible y
duradera. Me sigue gustando como cuando lo descubrí y leí en los ochenta, me
sigue gratamente sorprendiendo su inteligencia tranquila, sus asociaciones, su
inventiva narrativa y su infinita literatura fragmentaria, un género en sí
misma. El humor, la ternura y la lucidez permanecen intactos actuando en sus
libros con esa dosis que los hermana en la memoria, haciéndonos cómplices, a
través de la aventura secreta de la lectura, de una valoración irónica del mundo y de
las cosas.
El dicho de Wallace Stevens:
A la larga, la verdad no importa, (o
deja de ser algo prioritario, si no recuerdo mal) no sé si resulta precisamente
luminoso. O bien nos quiere decir que ante la infinitud del paso del tiempo,
todo se confunde en la memoria y no se discierne un relato para cada cosa que
nos ha ocurrido, que la vida es demasiado prolija y larga y azarosa como para hacerla depender de ideas o de
verdades; o bien, que somos incapaces de trascender nuestra vejez y que lo que
encendía nuestros ánimos y nuestros sueños, acaba perdiéndose en esa etapa
final de la vida. Bueno, ambas cosas son la misma: no poder remontar el tiempo,
no poder vencerlo y colocar nuestros ideales delante nuestro para que
estimularan y motivaran por siempre nuestras almas. Este desechar, nada menos,
que la verdad, ¿es algo que pueda tranquilizarnos, o todo lo contrario, una
constatación melancólica que no solo relativiza sino que destruye nuestros
mitos? ¿Escribió esto Wallace Stevens
enrabietado por lo que descubría en la vida de carente de destino, o se abandonaba a la liberación de toda
inquietud ética o filosófica? ¿Le faltaba energía a Stevens cuando elaboró el
aforismo, o lo escribió por despecho ante ciertas doctrinas, ideas, o
experiencias?
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