SIESTAS
EN LA CALA DE LA ZORRA
No, nada vuelve como era. Entonces no se pensaba en
términos de comparación; se era feliz con la intensidad de serlo, de nada más
que serlo. Ni siquiera se sabía nada. O sí, pero como se sabe que hace calor o
llueve.
Julio Cortázar
Como no puedo quitar el
edificio de enfrente y sustituirlo por el mar, entre otras cosas porque hace
décadas que no me muevo de esta áspera Orihuelica, sólo deleitosa las tardes de
primavera cuando alguna de sus calles se envuelven de azahar, y Torrevieja
continúa estando allá, en Torrevieja y no aquí,
el inconsciente acude en ayuda de tal indigencia y durante estas tardes
de agosto no cesa de trasladarme, precisamente, a las interminables tardes y
siestas de aquellos veraneos melancólicos y mágicos de finales de los setenta.
Y el sabio inconsciente no elige porque sí, o de un modo puramente azaroso:
evoca los veraneos de aquellos años sencillamente porque a partir de 1981, las vacaciones desaparecieron para nosotros y
la percepción de esos meses se volvió fatalmente estacionaria: perder la casa
donde disfrutábamos de asueto infinito y de la vista del mar equivalió a no poder
salir de Orihuela desde entonces.
Los desmanes en nuestras vidas se calibran
por el tiempo que han permanecido irresueltos o que han tardado en
cauterizarse. El tiempo vivido en Torrevieja se cierne sobre sí de un modo
insólitamente dual: la plenitud, la pureza de la vivencia se ofrece a la
evocación, conjuntamente, con la condición de localizarla en un tiempo real
pero remoto, hace unos cuarenta años, lo cual erosiona, si nuestra imaginación
no es muy fuerte, a su propia realidad.
Este verano, por alguna
razón banal, por pura inercia de la memoria que cede ante una conjunción de sensaciones,
porque sí, o por la misma energía y excitación que da el calor se ha producido
la conexión con un pasado palpitante aún: la memoria del escriba - un servidor
- ha creído que la ocasión era esta y
que la escritura podría recuperar una imagen vívida de lo que pasamos y fue
y... retorna. Es de este modo que la reminiscencia está pronta a brotar y a
desplegar, súbitamente, las conexiones a través del recuerdo.
Durante estos días de mediados de agosto, me
he visto rodeado como por una suerte de velada excitación, por una especie de
frescor que de alguna manera se ligaba a la benigna cantidad de luz con la que el
tiempo nos obsequia: cualquier entrada inesperada de luz cuando arreglo mi habitación o el dormitorio
de mis padres me traslada a Torrevieja, a la casa en la que veraneábamos
durante la segunda mitad de la década de los setenta y a mediodía, para ser más
precisos, cuando íbamos a comer. Qué bien recuerdo la ebriedad sensorial que se
producía cuando abríamos la puerta del balcón y olas de luz junto con vaharadas de frescor marino entraban a
raudales, llenando de vida la habitación. Teniendo como visión de fondo un
fragmento espléndido de mar mediterráneo, comíamos entonces doblemente
estimulados por el viento y por la aparición ocasional de algún grupo de
delfines saltando sobre las aguas.
Como he dicho, anteriormente, al observar tan
vívidas estas reminiscencias que parecían resucitar todas a un tiempo, pensé
que debía ser la escritura quien rescatara esta llamada de atención de la
memoria. Sería absurdo esperar constelaciones futuras de recuerdos aparecidos
por sí mismos a propósito de un gesto o de una sensación. Ahora debía
enzarzarme en recuperar aquellas vivencias que en sí mismas no tienen mayor
importancia, pero que suponen el tejido real de la vida vivida y que por
razones más o menos secretas regresaban como para exigir una atención específica
antes de desaparecer para siempre ante el embudo imparable del tiempo. No hay
nada memorable, es decir, soberbio que recordar sino el hecho de haber vivido
con una placidez y con una pasión que, y no me engaño demasiado, todavía son insuperables.
Al tirar de un hilo se despliega todo un
fleco de imágenes, por ello atenderé a estas que son las que inauguran la
sucesión de anécdotas y de impresiones.
No es nada extraordinario confirmar que, las
vacaciones diseñadas para disfrutar y descansar pueden convertirse en mero
tiempo inercial que franquear, surgiendo entonces las ocasiones para el aburrimiento
y la melancolía, y convirtiéndose la bendición de estos días, casi, en una secreta maldición.
Recuerdo mi fastidio cuando llegaba la hora
de la siesta. Mi madre había terminado de lavar los platos, tras la comida, y
teniendo arreglada la cocina, decidía tumbarse un rato. Si la abuela estaba,
ella hacía lo mismo, pero dormitando la siesta en la mecedora. Mis hermanos se
dispersaban a la desbandada después de la comida y se refugiaban en las
habitaciones a jugar o a ver algún tebeo. No recuerdo con exactitud qué pasaba
con la tele. Creo que se apagaba con la idea de volver a encenderla más tarde,
cuando dieran alguna programación infantil que nos acompañase a la hora de la
merienda, pero, recuerdo en este instante, la televisión se apagaba porque la
programación se solía suspender a partir de las cuatro de la tarde para
reiniciarse a las cinco o seis.
El fastidio que digo es porque
me revelaba contra la obligación de tener que aburrirme y no poder hacer nada
divertido hasta más tarde, precisamente, a partir de la hora de la merienda,
cuando la actividad se renovaba perezosamente y el proyecto más ilusionante era
salir a dar una vuelta por el campo que nos rodeaba, visitar las rocas, o, incluso, y esto era lo
más, ir al pueblo, es decir, coger el autobús y acercarnos a Torrevieja.
Es curioso observar cómo las
convenciones que se consiguen para pactar entre nosotros y hacer que la comunicación
no sea destruida, también se convierten en lastres cuando pierden elasticidad.
Digo esto porque aquellas siestas tenían acordado un tiempo determinado de
duración, cuando la siesta también podría verse afectada por cualquier
circunstancia y durar más o menos. A mí, esta obligación de no poder hacer
realmente nada hasta que no pasara, más o menos, una hora u hora y pico, me desesperaba.
Salía al balcón que daba a la calle, el que pertenecía a la fachada principal y
que estaba de perfil con respecto al mar, y me ponía a examinar los movimientos
de los jugadores de dominó de los clientes del restaurante bar que había en los
bajos del edificio Panorama, ubicado casi enfrente de nosotros; o bien, estaba
al tanto de los coches que salían o entraban, prestando especial atención a los
coches extranjeros que solían despertar siempre expectación. O bien, visitaba
el comedor y poniéndome a observar el horizonte de agua azul que teníamos
enfrente, me dejaba adormilar por el viento que entraba acariciando brazos y
rostro. Aunque conserve con claridad la imagen de todo esto, en cuanto lo
invoco conscientemente, se produce cierta reducción a la abstracción. Los
jugadores de dominó, personas que pasaran, simplemente, dirigiéndose a los
pisos o al supermercado, se convierten en grumos borrosos que se desplazan
lenta y dispersamente dentro del gran rectángulo que describía mi mirada desde
la posición en el tercer piso.
Recuerdo que a veces, esa
hora y pico de la siesta se me hacía infinita o producía ese aburrimiento que
implica someter al alma a la pérdida de moléculas, sentir por primera vez la
muerte en vida. No recuerdo que haraganease con gusto durante la siesta. Y si lo
hice, no tengo recuerdo de qué hacía,
como no fuera pasar de estar en mi habitación hojeando algún libro o lanzarme a
mecerme sin fin en mi querida mecedora de listas rojas.
La siesta es un concepto temporal que supone
otro espacial, distinto según sea la ubicación del momento en cuestión. Para
mí, entonces, tanto el espacio como el tiempo estaban muy delimitados al ser
prácticamente coincidentes o paralelos. Mi recorrido espacial de la siesta era,
pues, muy preciso por limitado y se desarrollaba casi siempre, en casa. Cuando
andurreaba por los alrededores o me acercaba a la rocas, el tiempo estricto de
la siesta acababa de pasar.
Al ser niños y especialmente la primera
temporada en veranear allí, en la Cala de la Zorra, el jugar por los
alrededores se convertía, estrictamente, en una exploración de terrenos
desconocidos. Un acontecimiento fue
recorrer un barranco y descubrir que conectaba con unos túneles que
extendiéndose bajo el puente por el que pasaban docenas de coches hacia la
ciudad, conectaban con el mar. Daba pánico penetrar en aquellos túneles,
madriguera de arañas e inmundicias. Recuerdo el olor acre de los matojos que crecían
al pie de aquellas construcciones que en otros tiempos condujeron el agua
marina, evitando que alcanzara la superficie de la calzada. También recuerdo
exploraciones en pandilla por la parte trasera del Panorama, el edificio que se
levantaba al lado del nuestro.
Una poética de los lugares justificaría la
emoción que sentíamos al investigar aquellos rincones. El espacio trasero del
edificio era una suerte de mundo lunar acribillado por los rayos del sol, por
donde ningún adulto, ninguna persona transitaba jamás, salvo en alguna ocasión
Julio, el portero, cuando recogía alguna basura o limpiaba el lugar. Recuerdo
la fachada desolada, con algún esbozo de tendedero colgando, y la sombra
perfecta de unas plantas profusas pero esmirriadas, hibiscos me parece,
estampada contra el muro blanco.
Las primeras exploraciones
del terreno salvaje que nos rodeaba nos llevaron a algún enfrentamiento trivial
con los vecinos. La portera del edificio Panorama, como gesto de recibimiento
el primer año que veraneamos allí, nos
lanzó al perro que tenía y que yo siempre confundí con un san Bernardo por su
aspecto y tamaño. El animal no estaría demasiado motivado en morder nuestros
infantiles traseros porque a la primera lluvia de piedras de la docena de pequeños
energúmenos que éramos, se detuvo y se dio media vuelta.
Recuerdo más
“enfrentamientos” con perros. En una ocasión a Gabin, hijo de Ramonet, el
vendedor de cosas inverosímiles, y a mí, nos dio por asaltar casas ajenas.
Saltamos unas alambradas y penetramos dentro de un chalet. Al instante vimos
una sombra bastante grande dirigirse hacia nosotros. Nos dio tiempo a volver
sobre nuestros pasos y saltar de nuevo la alambrada pero en dirección
contraria, hacia el exterior, librándonos del silencioso atraque de aquel gran
danés que venía a saludarnos no muy amistosamente. Aquella misma tarde,
deambulando para elegir la próxima casa en ser investigada, de pronto, no sé
dónde, se nos lanzó corriendo y ladrando un bulldog. Tras lanzarle algunas
piedras, Gabin que se encontraba más próximo al animal, cogió del suelo un
pedrusco más grande que el perro. Lo que ocurrió fue curioso. El rabioso
bulldog frenó en seco, se lo pensó mejor
y dio media vuelta, yéndose por donde había salido. Quizá el dueño lo
llamara, pero no recuerdo que eso fuese así. Lo que sí recuerdo es mi creencia de
que todas aquellas casas cuyos límites se nos ocurrió merodear, eran de
extranjeros, quizá por la presencia de los perros de presa, cuyo mantenimiento
yo asociara a franceses o ingleses.
Si por la tarde, el encanto del mar ofrecía
gradaciones distintas de azul según se fuera sumiendo en la sombra de los soles
ponientes, durante la hora de la siesta su imagen, bajo el ataque de los rayos
solares, me hipnotizaba en la lejanía precisamente porque era lo único que
escapaba al rigor de la caída furiosa y rotunda del sol. El mar era la única
superficie, la única extensión refractaria a la crueldad del sol, y la mirada
se solazaba en su frescor remoto pues parecía entonces que estaba más lejos que en otros
instantes, en un enclave aparentemente estático pero que, al mismo tiempo, no
paraba de alejarse en el horizonte.
Durante la siesta, el
exterior se volvía inaccesible: la luz y el calor conformaban un bloque
compacto de todo lo visible, sobre todo de la franja de tierra y del mar que
seguía a continuación. Como señalara certeramente Macedonio Fernández, “la
siesta es la hora del panteísmo”: el afuera era un acontecimiento sereno e
inconmovible; la tierra, el sol, el tiempo constituían súbitamente una unidad
cuya compacidad sólo deseábamos que fuera diluyendo sus términos conforme el
ciclo astral deviniera y una sombra leve y refrescante empezara a tornearlo todo de una calma
lucidez. Se entiende que la casa se
convirtiera en una especie de bunker de observación y sólo hubiera movimiento
dentro, en el “interior” funcional en que se convertía. La siesta suponía la
partición espacial del mundo en un afuera
y en un adentro, el interior, la casa, la habitación. Mientras que no
entendía cómo con tanto calor el mar no se evaporaba, era un reto a la tórrida
inaccesibilidad de afuera atreverse a salir, bajar al supermercado y comprar un
helado.
Ahora, y como se suele
decir, con la perspectiva que da el tiempo, aquellos años de veraneo de los
setenta vienen a reducirse a una mera articulación de dimensiones espaciales
cuyo uso sólo producía disfrute: el balcón, el comedor, el entorno del
edificio, la cala donde bajábamos todos los días, nuestros dormitorios… Y de tal disfrute dependió nuestra felicidad.
Y la experiencia de aquella felicidad, -qué raro o despreciativo colocarle este
pronombre – es la que se me presenta como objeto rescatable por la escritura
cuando el recuerdo se pone a funcionar y se fija en aquellos años que ya no
regresarán nunca como no sea a través, precisamente, de esta evocación,
escribiendo.
¿Por qué se revisten mis
recuerdos de entonces de una aureola cuasi mágica; eran mágicos aquellos
momentos, realmente, o el recuerdo amaña
concienzudamente en una sola dirección el sentido de tales recuerdos convertidos
en imágenes deleitables?
Veraneábamos a un par de kilómetros del
centro urbano, y a unos escasos sesenta del mar, frente a las calas, donde se
erigía nuestro piso junto a otros dos bloques de pisos, que eran como sus
ciclópeos camaradas.
El no estar en la ciudad, exactamente, sino
ubicados en una de las extensiones de la misma, allí donde tanta zona
permanecía sin edificar, rodeados de
aquella landa color siena que tan inquietantemente se asemejaba al desierto, y
que se extendía hacia un más allá, desconocido e infinito, conforme las casas
se iban haciendo progresivamente más dispersas hasta desaparecer, condicionaba nuestra forma de veranear, hacía
pesar el tiempo y el espacio en torno a nosotros de un modo más contundente que
si nos hubiéramos instalado en el centro de la ciudad.
La presencia del desierto camuflado que era la
landa se veía, victoriosamente, contrastada por el poder magnético del mar, aquella insólita masa de azul permanente que
le confería un aire ensoñador al horizonte. La extensión de la tierra venía a
interrumpirse ante el océano que iniciaba entonces otra fuente de sensaciones,
sustituyendo la regularidad seca anterior por la uniformidad fluyente y
ondulante del agua.
Yo había convertido el largo
y estrecho balcón de la fachada principal en mi torre vigía. Entraba y salía o
me colocaba en mi mecedora rayada o me dedicaba a otear lejanías misteriosas, a investigar las entradas y salidas de los
vecinos. El balcón no daba al mar, se ponía de perfil al mismo, pero esta cara
vuelta del edificio hacia el interior, me proporcionaba la vista de las hileras
de ventanas del gran edificio pegado al nuestro, del bloque del otro, y la
imagen del campo abierto tras ellos. Tales ventanas se encendían,
aleatoriamente, unas sí, otras no, y yo fantaseaba con lo que ocurría dentro,
con especial interés en el segundo, donde veraneaban dos atractivas madrileñas cuyos
bikinis verdes recuerdo con atenuada elocuencia, así como tampoco olvidé el
perro que sacaban a pasear, un espléndido dálmata cuyo bozal me impresionaba, pues
pensaba que era un animal peligroso.
No sé si, como dice el
famoso proverbio, todo tiempo pasado fue mejor. Probablemente si se nos suscita
esa impresión es porque nuestro propio recordar es selectivo y evoca la feliz
sencillez, la eficacia de un vivir menos complejo y menos estresante que el
actual, pero también habría que especificar que si bien fuimos felices en la
infancia y eso es lo que se añora, aquella limpidez de la vida, entonces no
teníamos el conocimiento y la libertad conquistada hoy, y que lo que juzgábamos
inalcanzable somos capaces no sólo de comprender sino de ejecutar
personalmente. Al llegar a adulto es cuando nos enteramos de que lo
extraordinario sólo lo fue durante la infancia.
Si se me ha ocurrido hacer memoria de
aquellos deliciosos veraneos es porque , precisamente, es la memoria la que
está activa estos días de mediados de agosto, y por motivos no del todo explícitos,
no para de establecer conexiones a través del tiempo, entre estímulos actuales
y recuerdos o sensaciones añejas. Una cortina que se mueve por el viento, la
luz que entra en mi habitación cuando levanto la persiana, las lecturas de Cortázar
que estoy haciendo ahora tal y como las hice en agosto del 80… Cualquier movimiento de la luz, cualquier
incidencia sensorial- por ejemplo, el otro día percibí en el aseo el olor
dulzón de algún tipo de champú o jabón que entonces usábamos – cualquier mínima
rotación espacio temporal que perciba en el limitado itinerario de mi habitación
o del comedor, o de los servicios, activa el depósito vivo de la memoria y surge,
instantáneamente, la conexión con el pasado no tan pasado.
Especialmente perceptibles y
ensoñadoras están siendo las reminiscencias de índole literaria, los recuerdos
de la experiencia lectora de la obra de Julio Cortázar. Estos días estoy
leyendo un libro póstumo de Cortázar, Salvo
el crepúsculo. La lectura comenzó siendo muy jugosa y no sospechaba que por
ser verano, tal sensación placentera iba a establecer una suerte de relaciones de familia con el
recuerdo, también delicioso, de mis lecturas en el balcón y en la cocina del piso
de Torrevieja, allá por el año 80, de La Vuelta al día en ochenta mundos.
Una suerte de burbujeo se levanta de la
oscuridad y acompaña la lectura de los poemas del autor argentino, lanzado al
pasado un conducto conectivo de tal manera que ya no sé de donde provienen las
burbujas: de mi lectura actual al acordarme de que por estas fechas estaba
también leyendo a Cortázar, o de si saltan de la espectralidad del pasado, configurándose
una especie de presente que trasciende por segundos el espacio y el tiempo.
Recuerdo, a propósito de ligazones insólitas
en el tiempo, aquello que le ocurrió a Goethe, que al pasar por cierto lugar a
caballo, sintió algo extraño, una suerte de repetición fenoménica: recordó que
hacía más de veinte años él pasaba por el mismo sitio por el que estaba pasando,
a caballo y con una casaca también del mismo color que entonces llevaba.
Esta sorpresa del juego del tiempo parece que
nos quiera persuadir de que el mismo no existe o de que en tal anécdota se
esconde un signo pendiente de revelación. En mi caso, y sin que yo haya
removido a conciencia, los légamos del recuerdo y la melancolía, desde que
empecé a leer el texto de Cortázar se dispararon por sí solas las analogías y
parce que la lectura haya convocado la suma de los tiempos a través de un
recuerdo, de una experiencia común vivida por el mismo sujeto: yo.
¿Significa esto que las motivaciones
inconscientes siguen siendo inescrutables como los designios divinos y de
carácter imprevisible? Si un mismo acto repetido en tiempos diversos los
trasciende a todos, entonces el poder de vencer al tiempo o de viajar por él
están al alcance humano.
Quizá el mero no poder
salir, el hastío de pasar otro verano en el mismo sitio es lo que ha activado
esos sutiles mecanismos de defensa y sea con el recuerdo vivo, con una especie
de escenificación o presentación sensorial con lo que el inconsciente pretenda
aliviar mi melancolía. De todos modos esta invocación no buscada de la
Torrevieja setentera, me está sirviendo para una elemental y evidente cosa:
hacer memoria escrita de aquella estancia deliciosa y darme cuenta, más cuenta,
de lo que uno ha sentido y vivido.
He dicho que el propio lugar
de veraneo es un lugar en el puedo soñar, independientemente de que sea él
mismo con lo que uno sueñe. A propósito de esto recuerdo mi actividad como
soñante lúcido repartida por los distintos sitios de la casa. Si bien los
recuerdos que me vienen de Torrevieja son deliciosas ensoñaciones, no puedo
negar que el preadolescente que yo era soñaba activamente, convertía en enclave
de ensoñaciones el veraneo en nuestro tercer piso de la Cala de la Zorra.
La casa se convirtió, efectivamente,
en una atalaya de observación.
Recuerdo que todo era motivo
de goce, de delirio, de alegría continua. Por ejemplo, una nadería, una
aparente trivialidad como era la persiana de nuestra habitación, echada hasta
casi llegar al suelo. Me gustaba observar el rectángulo de luz impreso en el suelo,
cómo la cortina hacía ondas cadenciosamente. Era un placer sentarse al lado de
aquella abertura espacial porque mantenías el fuego de afuera a raya. La
persiana echada dosificaba tanto la entrada de luz como la del calor. Miraba el
mar a través de las rendijas horizontales que secuenciaban las varillas de la
persiana. Aquello era especialmente embriagador, porque la luz de afuera casi
te deslumbraba al advertir un fragmento pálido que era la superficie de la
tierra, y un bandazo de luz azul al fondo que era el mar, mientras el viento te
zumbaba en los oídos y pronto te lloraban los ojos.
Para la mente infantil, el exterior, es
decir, el entorno natural que rodeara las viviendas, constituía, positivamente,
un lugar del que se desconocían tanto particularidades topográficas como
animales y por lo tanto, lugares prestos para cierta fabulación. Con respecto a
este ´último aspecto, aún recuerdo mi pasmo cuando explorando los alrededores
de nuestra casa, levantando piedras y agitando la vegetación descubrí un
insecto hoja desplazándose lentamente entre los brotes verdes a las que se
parecía. Mi recuerdo de ello sería indiscutible, si exceptuáramos el detalle de
que el insecto que yo vi sólo se encuentra en regiones tropicales de Asia y
Latinoamérica.
Es teniendo en cuenta este
detalle como se interpreta mejor la captación alucinada de lo que te rodea, y
de un modo extenso, el entorno natural. También el mar era un espacio ignoto,
es más, sólo era de carácter ignoto, pues aunque yo pudiera explorar las rocas
con mi sempiterno gambero pescando pequeñas quisquillas, cangrejos y góbidos de
ojos saltones y gruesos labios, apenas pasé de las accidentadas orillas. Cuando
el terreno por el que me movía se hundía súbitamente o comenzaba a resultar
profundo y la masa de agua descendía, el cuidado y el pavor a caerme o
sumergirme, crecía imponiendo unos límites físicos a mi conocimiento del mar.
Por ello, a determinada altura y profundidad no sólo estaba prohibido llegar
sino que me era imposible hacerlo por el propio miedo a esa profundidad que
pasaba del verde oscuro al cuasi negro.
De este modo, el mar, al no ser explorable su
extensión pelágica, se reducía a ser una máquina natural de estímulo y de
calmosa alucinación continua. El mar, entonces, sólo admitía ser visionado, lo
cual creaba expectación inacabable, de sorda alucinación continua e implosiva.
Los dos balcones que convertí en puestos de
vigilancia poética tenían como objetivo plural tres grandes bloques de
fenómenos: el conjunto de edificios que teníamos casi prácticamente enfrente
con su bar restaurante y pequeño supermercado a los pies; la carretera, que
dividía a grandes rasgos el espacio general, y el mar de enfrente del balcón
del comedor y de mi habitación.
Si a nuestra derecha, al este, el mar era el
límite de lo visible, enfrente del edificio, hacia el norte, era el hotel Berlín,
casi suspendido en el aire, el que
marcaba el fin del espacio visible por esta zona. Era como si más allá no
hubiera nada. Pero el espacio de viviendas que marcaba el hotel desde su
enclave sobre las rocas hasta nuestro edificio no era un espacio neutro o
aburrido. Muy cerca de nosotros, veraneaba Lolita Sevilla, la actriz que
aparece en la famosa película de Berlanga, Bienvenido
Mister Marshall. Su casa estaba flanqueada por esas celosías de piedra blanca, tan típicas de los
setenta. En el edificio ubicado al lado del Panorama, en el primer piso, estaba
Ramonet, el famoso charlatán de san Antón, con cuyo hijo, independientemente de ensayar
delincuencias futuras, me iba a cazar saltamontes. Y según contaba la leyenda,
los payasos de la tele tenían por aquellos alrededores un chalet. La
observación atenta de la carretera también tenía su cosa. En una ocasión vimos
al cantante y presentador de televisión Mochi, pasar en una moto espectacular.
Y en otra ocasión, a la furgoneta de la mismísima Radio Luz….
El balcón ubicado en la
fachada principal y que daba hacia los demás edificios, estaba conectado con la
cocina amarilla que se iluminaba de un intenso naranja a la noche. En la cocina
me instalaba a crear mis postales cubistas: vistas crepusculares de Torrevieja
que dividía con un bolígrafo en rectángulos iguales y que con una tijera
recortaba, metamorfoseándola en un puzzle. Allí también escribía mis secretas obras
completas, las famosas libretas que llenaba con cuentos fantásticos y
caricaturas. Pero lo que solía hacer más era leer. Mientras que hubiera luz, me
salía al milagroso balcón, me sentaba en mi mecedora astral y leía sobre todo a
Poe, autor al que había descubierto recientemente en la biblioteca de mi padre
y algo más tarde, al ya mencionado Julio Cortázar.
Desde aquel balcón controlaba la vida del vecindario, quién entraba y quién salía,
los torneos de cartas y de dominó de los del restaurante, o la aparición de
alguna fémina que regresara de algún chapuzón, con las toallas grandes puestas
a modo de poncho, pero de tal modo que enseñara generosamente las piernas
desnudas. Aquellas parejas que poco antes de comer, o por la tarde, cuando al
sol no le quedaba mucho para ponerse sobre las espumas marinas, volvían con
paso cansado, y no muy elocuentes, parecían combatientes que regresaran a casa tras
la batalla con el agua y los elementos. No parecían muy alegres y la única
idea, al parecer, que albergaban en la cabeza en ese momento, era alcanzar el
hogar, ducharse y cambiarse lo más pronto posible. Tan sólo los niños eran los
que regresaban vencedores de sus escaramuzas marinas y corrían a comer espoleados
por un hambre casi canina.
En mis largas estancias lectoras
y musicales, pues eso era fundamentalmente lo que yo hice siempre en verano, leer y escuchar música, de aquellas
estancias, como digo, de mecimientos rítmicos e interminables, la hora más seductora
de observación era la tarde noche o la noche, franca y cabal, hasta la
madrugada. El edificio de al lado nuestro, El Panorama, se convertía en un
rompecabezas iluminado de ventanas y balcones, que se iban abriendo y
cerrando, iluminando y apagando, poblado
de sugerentes sombras movedizas tras las
cortinas color vainilla o blanco mate. Me encantaba pillar aquellas repentinas
sombras deslizarse por las habitaciones.
Me entretenía pensando qué irían a hacer, y si advertía que las formas
de la sombra respondían a las curvas de una figura femenina, permanecía atento:
en cualquier momento podría ver desnudarse a la morena del segundo o a su
hermana mayor si las localizaba, ajetreándose a través del marco de la ventana.
Espectáculo de sombras chinescas al poco de anochecer, aunque el punto de
atención se desplazara también a los focos de los coches que se aproximaban y
desaparecían conforme iba siguiendo su terso deslizarse por la pista de
asfalto.
Más entrada la noche y con la familia
acostada, me colocaba a escuchar la radio, divisar lejanías luminosas y
fascinarme con la música que se escuchaba y que provenía de la discoteca Keper,
ubicada en el mismísimo decampado de la landa, no demasiado lejos de donde
estábamos. Yo auscultaba la vida de los adultos: qué harían en aquel centro colocado
en medio del campo llamado discoteca, y qué vida llevaban los misteriosos
vecinos moviéndose quedamente tras los visillos. Recuerdo una noche que escuchaba
el programa de juan José Alex. Serían la una y media de la madrugada, mis padres acababan de acostarse y en la radio
estaban hablando sobre los misterios del espacio. En ese momento, como una
enorme y fulgurante bengala, vi caer un meteorito justo sobre mi cabeza. Pegué
un salto y fui a decírselo a mis padres que murmuraron algo.
Lo que también me fascinaba
de mis comparecencias nocturnas era ver a la gente, parejas de jóvenes, que
regresaban a casa andando por el margen de la carretera tras habérselo pasado
bien en la discoteca antes mencionada. Yo me decía: qué vida de juerga se lleva
esta gente, andando de madrugada, iluminándose con la luz de los coches que
pasan. Aquella fascinación por la vida de los que entonces eran los adultos,, por
cómo vivían, no era en mí sino un velado reclamo de libertad, la libertad que
yo, al cumplir 15, 16, 17 años no me atrevía a vivir. Cualquier observador
captaría en este asombro mío de la vida insólitamente libre de la gente, es
decir, de los adultos, repito, un primer síntoma de mis mitologías e
impotencias futuras. Recuerdo una noche bastante tarde, serían cerca de las cuatro de la mañana y yo
estaba despierto. Se me ocurrió asomarme y un par de chicas extranjeras bajaban
dirección al pueblo, andando, como todo el mundo, por el filo de la carretera.
Una de ellas me vio y me lanzó un saludo,
un hola que alargó musicalmente, moviendo los brazos. Me pareció tan
encantador, tanto el atrevimiento como la voz, que me llenó de inquietud para
el resto de la noche. Aún recuerdo cómo se recortaban en la sombra sus caderas
salerosas de nórdica noctívaga.
El otro puesto de
observación del microcosmos era el que tenía como único y exclusivo paisaje el
de enfrente, un pedazo de tierra áspera y
el mar a continuación. Abría las puertas, descorría la cortina y descubría dos
franjas horizontales paralelas: la tierra y el mar. A ambos lados de aquella
imagen se encontraban algunas casas, pero en el gran y ancho pasillo que partía
de nuestro edificio hasta el mar estaba prohibido y aún hoy, edificar
nada. Siempre juzgué como un gesto de complicidad
divina aquella prohibición que nos reservaba un fragmento de naturaleza
contundente, exclusivamente para nuestro disfrute.
Invirtiendo la posición normal en la cama, es
decir, poniendo la cabeza donde estaban
mis pies, cuántas veces observé desde la cama, emerger del agua la bola naranja
del sol. Cuando asomaba una rodaja de sol, el agua no tenía consistencia ni
color, era, todo lo más, de un azul tan remoto que se convertía en gris.
Conforme la esfera temblorosa del sol se elevaba, todo iba adquiriendo más
solidez, el color irrigaba las brechas vivas del agua y el entorno del cielo y
todo alrededor recuperaba vida, solidez, propiedad en un universo que comenzaba
a generarse de nuevo, como cada mañana. En ese momento, lo fascinador era esa
esfera rojiza que se izaba mágicamente y preñaba de vida todo lo que la
rodeaba. Ese entorno era, mientras tanto, ingrávido, insulso, casi como de
mentira. Sin la luz vivificadora del sol emergente, todo, cielo y tierra,
hierbas, rocas, nubes probables, eran formas vagas carentes de sustancia. La adquisición
de tal sustancia se producía pronto. El sol salía del agua sin mojarse, exento
de todo resto de agua y pronto el marco cobraba la vida de todos los días en un
proceso gradual e inadvertible.
Contemplaba el proceso pero ignoraba cómo allí donde no había sino
un par de masas horizontales y opacas, se había vuelto a inaugurar el paisaje
desaparecido, estableciéndose súbita, delicadamente el día.
Por la noche, el mayor
atractivo que ofrecía el balcón conectado con mi habitación era la
contemplación del mar y la luna flotando sobre el agua. En el caso de que no
hubiera luna, las escasas luces
artificiales de alrededor apenas ayudaban a perfilar el bloque de tierra que al
cortarse, daba lugar al abismo absoluto. Más allá de la superficie visible de
tierra, recuerdo la impresión de algo tremendo: la oscuridad total, la negrura impenetrable
y pavorosa del océano invisible. Sin luz, aquel paisaje siempre el mismo, se
transformaba en algo siniestro. La opacidad de la oscuridad apenas era contrastada
por el rumor de las olas. Ahí se abría la nada, la sima monstruosa. Recuerdo
estar mirando aquella negrura impenetrable y la sensación de temor que me daba.
Aquel punto del espacio, tan bello durante el día, se había transformado en
otro espacio, incluso, en otra cosa.
En las noches de luna llena, a mediados de
agosto, una bola perfecta suspendida en el aire arrojaba sus fulgores de plata
sobre la superficie del mar. Mis hermanos y yo, solíamos utilizar unos potentes
prismáticos de mi padre. Nos sentábamos en el balcón y nos dábamos una sesión
de visionamientos románticos. Los prismáticos
nos permitían ver con una nitidez alucinógena las escoriaciones y
texturas de la luna tal y como se veían en las ilustraciones de los libros, así
como la superficie encantada del mar sobre la que caía la luz de plata del
satélite. Recuerdo que era como ver una película muda antigua: la superficie del
agua, aparentemente estática, a través de los prismáticos nos mostraba una
extensión iluminada cuya superficie ondeaba constantemente sin levantar,
apenas, ninguna ola sobre el resto. La impresión era extraña: la superficie
mostraba un movimiento continuo que no alteraba la forma ni el aspecto general
del paisaje. Pequeñas crestas, leves brechas se levantaban y volvían a
hundirse, desaparecían y reaparecían sin que nada ocurriera que fracturase aquella
suerte de respiración del agua. A veces, alguna barca pesquera atravesaba a
cámara lenta el círculo de agua iluminado por la luna. Su figura en el centro
del foco lunar componía una postal encantadora que no teníamos otro modo de
retener sino en nuestras memorias. Si retirábamos los prismáticos, todo volvía
a la normalidad. Es algo que pienso con estupefacción. Yo me voy aproximando, escandalosamente,
a la sesentena, mientras que la luna es hoy la misma que aquella de 1977 o 1980,
aunque tenga miles de años encima.
A años vista y a través de la operación
sintética de la descripción, la felicidad que experimentábamos allá, en aquel
lugar, en aquella época, viene a concretarse en una suerte de mecanismo de la
curiosidad y del juego incesante: balcones, ventanas, tardes y noches, toda la
gama de localizaciones espaciales que se producen en una casa a través de una
jornada, eran para mí súbitas pistas de despegue y observación, ocasiones para el
juego y la ebriedad interminables.
Y si hago memoria, todavía
emergen más de tales ocasiones en que el juego nos llevaba de un sitio para
otro, cuando el placer para disfrutar fluía sin advertencias extrañas ni
reparos que pudieran hacer aparecer la angustia porque en esos momentos nos
merecíamos tal felicidad: cuando alguna vez tuve que dormir en el comedor
porque teníamos visita, y me divertía observando cómo me acompañaban en el sueño
las luces reflejadas de los coches sobre las paredes: parecían pequeños
espectros planos que apareciendo en un rincón de la pared, se lanzaran a un
recorrido loco por paredes y techos conforme el automóvil se aproximaba y
pasaba; o aquella vez que pesqué, sobre la pared sumergida de la roca, un
grueso bulto oscuro y pesado que resultó ser una liebre de mar. Pero esto son anécdotas,
o ni tan siquiera…
El tiempo es el mayor agente metamórfico de
la existencia. Es sobre su cinta transportadora que pasan nuestras vidas y
ruedan nuestros sueños. Remontarme a la Torrevieja de aquellos años es viajar
deliciosamente por el tiempo, pero, implícitamente con ello, emerge el mapa
secreto de las frustraciones, del deseo siempre anhelante y nunca satisfecho. Torrevieja
supuso un esbozo del paraíso, un remanso de expectaciones deliciosas – aquellos
paseos por el centro, mezclándonos con la muchedumbre de trajes blancos y
colorines del sábado por la tarde, divisando la fugaz mirada femenina de alguna
que pasaba y no volví a ver más, o bien, la locura sonora y multicolor de la
feria - …
¿Evocar el pasado aunque sea inmediato pero
feliz, implica afirmar su perennidad, resucitar lo que ha sido y que de algún
modo es? ¿No estaremos rondando espectralidades potencialmente indeterminables?
El concepto de pasado tiene una significación fatal, demasiado absoluta, como
si lo ocurrido estuviera irremediablemente perdido en la madeja de lo sucedido,
como si no fuera posible activar conexiones que nos indiquen que la memoria
retiene lo que parece tener entidad solo
etérea y no fuésemos el que fuimos, como si lo ocurrido no hubiera dejado
huella perceptible en nosotros. El superordenador natural que llevamos todos
encima y que es el cerebro no confirma lo irremediable de esta suerte. Somos
pasado y todavía somos el que hemos sido: en reacciones, en gestos incontrolables,
en ideas, en querencias íntimas… El sello que nos identifica es el mismo a
través del tiempo. Y es sobre estas indicaciones que la materia de la
experiencia puede hacerse visible a través de la literatura, de una evocación
escrita.
Si en la eternidad, lo mejor del pasado y de
nuestro futuro se conjuntan en un ahora inmarcesible, no habrá sido una tarea
meramente melancólica e inútil haberse esmerado en revivir los detalles de lo
vivido con tanta inocente plenitud: ello nos indicaría en qué itinerarios
podrán nuestras almas reconocerse.
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