Traslado
al hospital de Orihuela. De nuevo, se reproduce la angustia, como cuando lo
ingresamos el sábado. Las prisas y premuras mezcladas con una sensación de
fragilidad extrema del cuerpo. Evoco el fulgor mítico del espíritu ante esta
vulnerabilidad de lo material. Antes de partir para Orihuela, una delicada
señal ¿de esperanza? Veo dos limoncillos revoloteando sobre un arbusto en flor.
Hacía bastante tiempo que no veía una mariposa en parajes urbanos. Cómo resiste
este animal, típico de Levante, que está con nosotros toda la vida, al cambio climático, a la erosión del ambiente.
Al
llegar al hospital de san Bartolomé, la habitación que nos asignan está al
final del pasillo. Se trata de una habitación que no admite sino a un enfermo,
nos la ha reservado un amigo del centro con toda la buena intención, pero el
ambiente es mortecino y solitario, a diferencia de la luz y la viveza de la
habitación de Elche. Por la ventana se ve todo el sistema externo de
ventilación, refrigeración y control eléctrico del centro. Aire futurista.
Paisaje tecnológico. Me hace recordar las escenas de ciertas películas mudas de
vanguardia de los años veinte. Pareciera un lugar inhóspito y frío, pero
contrasta de modo fascinador con los prolijos cielos rojizos que se encienden
al ir cayendo la tarde. Pienso que esta belleza inicia un nuevo período en el
modo de asumir lo de mi padre.
Al
llegar a casa, tras el cambio de turno con mi hermano, primera noche que paso
solo en casa, sin papá. Me deprimo. Es todo muy triste. La ausencia de papá me
deja desamparado y desorientado. Ahora, los muebles, la ropa que se ha quedado
tirada, cualquier rincón de la casa, no hacen sino señalar a gritos mudos su
ausencia. Recuerdo lo que me dijo una antigua vecina recientemente sobre lo de
volver a casa tras la desaparición de un familiar. Exactamente, me habló de
esta desolación concreta.
Turno
mío. Son las tres de la tarde. Sol radiante. La vista de la ventana, formada
por tubos y el sistema de mantenimiento del hospital atempera su amargor bajo
el azul rotundo del cielo. Grata modorra tras una ingesta de cacahuetes y
pistachos. Sucesión de ensoñaciones chistosas. Grupos de personas juntas que
forman una suerte de mecanismo para pesar. Otro conjunto en medio de la calle,
entre quienes el único que sonríe es un primo mío. Una escena erótica que avisa
sobre su contenido a los espectadores: fuerte,
sólo para amanecidos. Otra ensoñación:
como medida para el corona virus, los niños pequeños llevarán incorporada una
luz, como una especie de semáforo, en la cabeza.
Continúan
las ensoñaciones apenas me siento. Visualizo
una serie de retratos de caballeros distinguidos del siglo XIX. Se puede
comprobar cómo alterando el peinado, eliminando o no la longitud de los bigotes
o la anchura de la frente, se obtiene el
rostro ideal de la época: el de Oscar Wilde.
Un
conjunto de máscaras forman la fachada de una casa.
Con
esta luz deliciosa de la media tarde, miro a mi padre y la significación
trágica disminuye, o bien, se me hace más costoso imaginarla. Recuerdo lo que
De Quincey decía sobre lo de morir en verano: la muerte es como más liviana,
tiene menos relieve que entre las sombras y el frío del inhóspito invierno.
La
actitud de los enfermeros y las enfermeras con mi padre, cuando le toman la
tensión, la temperatura o lo cambian: pragmática, funcional, sensatamente
empática con el enfermo. Pienso que, a la larga, es el comportamiento ideal con
todo enfermo. Intentar entrar en el proceso por el que está pasando, ponerte
absurdamente en el lugar de él para hacerse una idea de su presunto calvario,
ya he comprobado que es una exageración, una tendencia neurótica que no produce
sino servidumbres mentales. Al enfermo se le acompaña, se le habla, y,
naturalmente, se le quiere. Todo lo demás es un lastre cultural. Aunque como
tal, para qué engañarnos, forme parte del ritual y sea difícil eludirlo limpia
y totalmente.
Ante
un enfermo parece que esté prohibido ser feliz o expresarte de semejante modo.
Pero el estado natural ante todo devenir es una irisación de estados anímicos:
ante el hospitalizado estás mal, estás bien, de pronto te sientes entusiasmado
por alguna razón más o menos furtiva….
Uno
de los médicos que nos informa sobre el estado de papá hace observaciones
ligeramente chistosas. Esto te obliga a una simulación secretamente penosa:
“admites” la broma sobre el estado de tu padre pero este es tu familiar y no un
extraño como sí lo es para el médico, por lo cual esa indiferencia, que te es
imposible asumir, se torna crueldad cuando miras a tu padre en el lecho,
sintiéndote que lo has traicionado al pasarse al bando del distante
facultativo. Todo esto dura un segundo. Tras ello, recuperas tu situación y
olvidas las “glosas” más o menos jocosas. Quizá el médico lo haga como pequeña
terapia para no saturarse, y yo como acompañante del enfermo debo ejercer una doble paciencia.
Aunque
mi padre todavía no puede beber, creo entender que me pide agua. Le acerco una
pequeña botella apenas a los labios y una gota que se desliza casi lo ahoga.
Demostración de que lo que se nos ha prescrito es lo correcto: no ingerir ni
agua. Lucha entre la piedad y lo prescrito. Llamo a la enfermera y convenimos
en que lo mejor es humedecerle los labios. Eso me hace recordar la típica
escena de las películas en las que a un moribundo o a uno que se muere de sed
en el desierto se le acerca el borde de un cuenco o de una cantimplora para que
beba.
La
tarde cae. La montaña que se ve al fondo, diluye su consistencia pétrea y
adquiere el aspecto de una gasa luminosa, ha perdido los contrastes de la luz
directa y alta del día. Todo va descendiendo suave, placenteramente. Mi padre,
sin embargo, está inquieto. Se da en el pecho con la mano derecha, la única que
tiene activa, como reclamando o expresando algo. Sin abrir los ojos, sin poder
hablar pero escuchándonos, ¿qué conocimiento tendrá del mundo que le rodea, qué
tipo de imagen dilucidará del exterior guiándose sólo por el sonido? Debajo del
cuerpo, o muy adentro, donde ya lo material se desvanece, hay algo que alienta,
que persiste.
1 comentario:
Mucho ánimo, y esperanza. José María, un fuerte abrazo.
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