sábado, 21 de marzo de 2020

EN EL HOSPITAL, CON PAPÁ II



    


  
Traslado al hospital de Orihuela. De nuevo, se reproduce la angustia, como cuando lo ingresamos el sábado. Las prisas y premuras mezcladas con una sensación de fragilidad extrema del cuerpo. Evoco el fulgor mítico del espíritu ante esta vulnerabilidad de lo material. Antes de partir para Orihuela, una delicada señal ¿de esperanza? Veo dos limoncillos revoloteando sobre un arbusto en flor. Hacía bastante tiempo que no veía una mariposa en parajes urbanos. Cómo resiste este animal, típico de Levante, que está con nosotros toda la vida,  al cambio climático,  a la erosión del ambiente.



Al llegar al hospital de san Bartolomé, la habitación que nos asignan está al final del pasillo. Se trata de una habitación que no admite sino a un enfermo, nos la ha reservado un amigo del centro con toda la buena intención, pero el ambiente es mortecino y solitario, a diferencia de la luz y la viveza de la habitación de Elche. Por la ventana se ve todo el sistema externo de ventilación, refrigeración y control eléctrico del centro. Aire futurista. Paisaje tecnológico. Me hace recordar las escenas de ciertas películas mudas de vanguardia de los años veinte. Pareciera un lugar inhóspito y frío, pero contrasta de modo fascinador con los prolijos cielos rojizos que se encienden al ir cayendo la tarde. Pienso que esta belleza inicia un nuevo período en el modo de asumir lo de mi padre.





Al llegar a casa, tras el cambio de turno con mi hermano, primera noche que paso solo en casa, sin papá. Me deprimo. Es todo muy triste. La ausencia de papá me deja desamparado y desorientado. Ahora, los muebles, la ropa que se ha quedado tirada, cualquier rincón de la casa, no hacen sino señalar a gritos mudos su ausencia. Recuerdo lo que me dijo una antigua vecina recientemente sobre lo de volver a casa tras la desaparición de un familiar. Exactamente, me habló de esta desolación concreta.




Turno mío. Son las tres de la tarde. Sol radiante. La vista de la ventana, formada por tubos y el sistema de mantenimiento del hospital atempera su amargor bajo el azul rotundo del cielo. Grata modorra tras una ingesta de cacahuetes y pistachos. Sucesión de ensoñaciones chistosas. Grupos de personas juntas que forman una suerte de mecanismo para pesar. Otro conjunto en medio de la calle, entre quienes el único que sonríe es un primo mío. Una escena erótica que avisa sobre su contenido a los espectadores: fuerte, sólo para amanecidos. Otra ensoñación: como medida para el corona virus, los niños pequeños llevarán incorporada una luz, como una especie de semáforo, en la cabeza.

Continúan las ensoñaciones apenas me siento. Visualizo  una serie de retratos de caballeros distinguidos del siglo XIX. Se puede comprobar cómo alterando el peinado, eliminando o no la longitud de los bigotes o  la anchura de la frente, se obtiene el rostro ideal de la época: el de Oscar Wilde. 

Un conjunto de máscaras forman la fachada de una casa.  





Con esta luz deliciosa de la media tarde, miro a mi padre y la significación trágica disminuye, o bien, se me hace más costoso imaginarla. Recuerdo lo que De Quincey decía sobre lo de morir en verano: la muerte es como más liviana, tiene menos relieve que entre las sombras y el frío del inhóspito invierno.

La actitud de los enfermeros y las enfermeras con mi padre, cuando le toman la tensión, la temperatura o lo cambian: pragmática, funcional, sensatamente empática con el enfermo. Pienso que, a la larga, es el comportamiento ideal con todo enfermo. Intentar entrar en el proceso por el que está pasando, ponerte absurdamente en el lugar de él para hacerse una idea de su presunto calvario, ya he comprobado que es una exageración, una tendencia neurótica que no produce sino servidumbres mentales. Al enfermo se le acompaña, se le habla, y, naturalmente, se le quiere. Todo lo demás es un lastre cultural. Aunque como tal, para qué engañarnos, forme parte del ritual y sea difícil eludirlo limpia y totalmente.





Ante un enfermo parece que esté prohibido ser feliz o expresarte de semejante modo. Pero el estado natural ante todo devenir es una irisación de estados anímicos: ante el hospitalizado estás mal, estás bien, de pronto te sientes entusiasmado por alguna razón más o menos furtiva….

Uno de los médicos que nos informa sobre el estado de papá hace observaciones ligeramente chistosas. Esto te obliga a una simulación secretamente penosa: “admites” la broma sobre el estado de tu padre pero este es tu familiar y no un extraño como sí lo es para el médico, por lo cual esa indiferencia, que te es imposible asumir, se torna crueldad cuando miras a tu padre en el lecho, sintiéndote que lo has traicionado al pasarse al bando del distante facultativo. Todo esto dura un segundo. Tras ello, recuperas tu situación y olvidas las “glosas” más o menos jocosas. Quizá el médico lo haga como pequeña terapia para no saturarse, y yo como acompañante del enfermo debo  ejercer una doble paciencia.    

Aunque mi padre todavía no puede beber, creo entender que me pide agua. Le acerco una pequeña botella apenas a los labios y una gota que se desliza casi lo ahoga. Demostración de que lo que se nos ha prescrito es lo correcto: no ingerir ni agua. Lucha entre la piedad y lo prescrito. Llamo a la enfermera y convenimos en que lo mejor es humedecerle los labios. Eso me hace recordar la típica escena de las películas en las que a un moribundo o a uno que se muere de sed en el desierto se le acerca el borde de un cuenco o de una cantimplora para que beba. 



La tarde cae. La montaña que se ve al fondo, diluye su consistencia pétrea y adquiere el aspecto de una gasa luminosa, ha perdido los contrastes de la luz directa y alta del día. Todo va descendiendo suave, placenteramente. Mi padre, sin embargo, está inquieto. Se da en el pecho con la mano derecha, la única que tiene activa, como reclamando o expresando algo. Sin abrir los ojos, sin poder hablar pero escuchándonos, ¿qué conocimiento tendrá del mundo que le rodea, qué tipo de imagen dilucidará del exterior guiándose sólo por el sonido? Debajo del cuerpo, o muy adentro, donde ya lo material se desvanece, hay algo que alienta, que persiste.



1 comentario:

José Antonio Fernández dijo...

Mucho ánimo, y esperanza. José María, un fuerte abrazo.

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