martes, 27 de octubre de 2020

EL (ÚNICO) LUJO DE LA CALLE SAN JUAN




El otro día, tuve una interesante conversación con mi amigo el pintor Manolo Aguilera, ese tipo de charlas casi azarosas que gracias a las virtudes propias que cada uno, casi por pura timidez, poco exhibe, deshilvanan en un santiamén copiosas observaciones sobre la realidad más inmediata.

Aguilera me mostraba parte de la obras que piensa exponer en breve en el Palacio Sorzano de Tejada, aquí, en Orihuela, y me comentaba un detalle, aparentemente casi imperceptible – él pinta el asfalto de color azul -  que al desgranarlo, sacaba a la luz aspectos fastidiosos de un contexto socio-cultural ya bien conocido…. 

Mi amigo me decía que los pintores tradicionalistas oriolanos son grises y aburridos, que al reproducir fachadas de palacios o calles importantes, siempre han resultado poco inventivos, recurriendo de modo monótono a la misma combinación de colores. Y esto de “los colores”, así, en plural, ya es decir demasiado porque la característica común del arista oriolano, característica que tiene una proyección psicológica y temperamental en el modo de encarar la vida y la tradición,  es la ignorancia del color, sobre todo del más evidente, del color azul, como si este no existiera en la tierra de Hernández y Sijé.

Al escuchar a mi amigo, comencé a acordarme de la Orihuela mítica y decadente, “la de siempre”, la Orihuela dominio de pintorescos curas a la antigua, de monjas de clausura diseñadoras de dulces y pasteles, ciudad erizada de iglesias y palacios, protagonista de una suntuosa historia truncada, la Orihuela que retrató Gabriel Miró en sus obras.

Evitando los retratos morales, no pude por menos que darle en buena medida la razón a mi amigo en lo que respecta a las imágenes convencionales sobre la ciudad.

En el norte o bien en el extranjero, no es extraño observar casas o edificaciones pintadas con una agradable combinación de blanco, azul, verde o amarillo. Por estos lares levantinos, se hace complicado huir del implacable continuum “café con leche” en calles, edificaciones y casas de las afueras. Parece que todo tenga ser construido con todos los sienas posibles y que el color vivo y puro sea algo así como un  horror arquitectónico, un pecado estético.

Esta inercia salta a la vista cuando una casa, tanto por diseño como por el color, contrasta con el resto, sumido en la variación interminable y agónica de todos los marrones posibles.

Mi amigo repetía que no entendía cómo el azul es ignorado por los artistas nativos y limítrofes de las tierras olezanas, recordando que los pintores valencianos, - de la ciudad de Valencia - , sí responden a la grata invasión de la luz con obras que reflejan tal don natural.

Para mí este es un misterio sumo que desata todas las perplejidades y suspicacias: cómo es que nos mostramos ignorantes ante el valor,  privilegio o don  más contundente, vital e imprescindible que la vida misma nos ofrece: el azul del cielo, la luz del sol.

Semejante riqueza la damos tan por añadidura por el solo hecho de vivir, que acabamos por invisibilizarla en la vida común, bajo la broza de las preocupaciones diarias.

Conversando con mi amigo, reparé que había una excepción a esta imposición marronácea en fachadas y calles, y que tal excepción se encontraba, curiosamente, en la calle en que ambos vivimos: la cúpula de las clarisas de la calle San Juan.

En los días de primavera o verano, o bien, en las mañanas soleadas de diciembre o enero, el único punto, el único lugar donde fulge el cielo con su propia luz cerúlea, es la cúpula de la iglesia del convento de Las Clarisas. Con su arremolinamiento de tejas azules una encima de la otra, parece la piel escamosa de un animal fantástico que sobrevolara, estáticamente, el flujo uniforme y desangelado de la calle San Juan, lugar de nacimiento del poeta Miguel Hernández, del filósofo y fundador del partido socialista oriolano Augusto Pescador, del sumo alquimista loco Manolo Susarte y humilde residencia de quien esto escribe y del amigo artista, Manolo Aguilera.

Al recordarle la superazul cúpula de nuestra calle, mi amigo, sorprendido, de pronto, asintió: efectivamente, la bella cúpula franciscana de la calle San Juan, es la única excepción a la monocorde e inmisericorde apoteosis  marrón arquitectónica de dicha calle- .

La cuestión es que no sólo es una excepción en esta calle, sino en muchas otras más por las razones de las que hemos hablado….

Y el mensaje de esta cúpula es tan desesperado como incuestionable: viene a decirnos que a última hora, el espíritu tiene memoria y gusto y la generosidad con que la luz del cielo ha rociado esta tierra, halla reflejo en la obra humana, aunque sea en la estricta techumbre de una sola de las cúpulas que rotan en ámbito oriolano. Y la verdad es que resulta sorprendente que del imperio del azul sólo podamos contar con este aéreo monumento a su fulgente recuerdo.              





 


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