El
otro día, tuve una interesante conversación con mi amigo el pintor Manolo Aguilera, ese tipo de charlas
casi azarosas que gracias a las virtudes propias que cada uno, casi por pura
timidez, poco exhibe, deshilvanan en un santiamén copiosas observaciones sobre
la realidad más inmediata.
Aguilera
me mostraba parte de la obras que piensa exponer en breve en el Palacio Sorzano
de Tejada, aquí, en Orihuela, y me comentaba un detalle, aparentemente casi
imperceptible – él pinta el asfalto de color azul - que al desgranarlo, sacaba a la luz aspectos fastidiosos
de un contexto socio-cultural ya bien conocido….
Mi
amigo me decía que los pintores tradicionalistas oriolanos son grises y
aburridos, que al reproducir fachadas de palacios o calles importantes, siempre
han resultado poco inventivos, recurriendo de modo monótono a la misma
combinación de colores. Y esto de “los colores”, así, en plural, ya es decir
demasiado porque la característica común del arista oriolano, característica
que tiene una proyección psicológica y temperamental en el modo de encarar la
vida y la tradición, es la ignorancia
del color, sobre todo del más evidente, del color azul, como si este no
existiera en la tierra de Hernández
y Sijé.
Al
escuchar a mi amigo, comencé a acordarme de la Orihuela mítica y decadente, “la
de siempre”, la Orihuela dominio de pintorescos curas a la antigua, de monjas
de clausura diseñadoras de dulces y pasteles, ciudad erizada de iglesias y
palacios, protagonista de una suntuosa historia truncada, la Orihuela que
retrató Gabriel Miró en sus obras.
Evitando
los retratos morales, no pude por menos que darle en buena medida la razón a mi
amigo en lo que respecta a las imágenes convencionales sobre la ciudad.
En
el norte o bien en el extranjero, no es extraño observar casas o edificaciones
pintadas con una agradable combinación de blanco, azul, verde o amarillo. Por
estos lares levantinos, se hace complicado huir del implacable continuum “café
con leche” en calles, edificaciones y casas de las afueras. Parece que todo
tenga ser construido con todos los sienas
posibles y que el color vivo y puro sea algo así como un horror arquitectónico, un pecado estético.
Esta
inercia salta a la vista cuando una casa, tanto por diseño como por el color,
contrasta con el resto, sumido en la variación interminable y agónica de todos
los marrones posibles.
Mi
amigo repetía que no entendía cómo el azul es ignorado por los artistas nativos
y limítrofes de las tierras olezanas, recordando que los pintores valencianos, -
de la ciudad de Valencia - , sí responden a la grata invasión de la luz con obras
que reflejan tal don natural.
Para
mí este es un misterio sumo que desata todas las perplejidades y suspicacias:
cómo es que nos mostramos ignorantes ante el valor, privilegio o don más contundente, vital e imprescindible que
la vida misma nos ofrece: el azul del cielo, la luz del sol.
Semejante
riqueza la damos tan por añadidura por el solo hecho de vivir, que acabamos por
invisibilizarla en la vida común, bajo la broza de las preocupaciones diarias.
Conversando
con mi amigo, reparé que había una excepción a esta imposición marronácea en
fachadas y calles, y que tal excepción se encontraba, curiosamente, en la calle
en que ambos vivimos: la cúpula de las clarisas de la calle San Juan.
En
los días de primavera o verano, o bien, en las mañanas soleadas de diciembre o
enero, el único punto, el único lugar donde fulge el cielo con su propia luz
cerúlea, es la cúpula de la iglesia del convento de Las Clarisas. Con su
arremolinamiento de tejas azules una encima de la otra, parece la piel escamosa
de un animal fantástico que sobrevolara, estáticamente, el flujo uniforme y
desangelado de la calle San Juan, lugar de nacimiento del poeta Miguel Hernández,
del filósofo y fundador del partido socialista oriolano Augusto Pescador, del sumo alquimista loco Manolo Susarte y humilde residencia de quien esto escribe y del
amigo artista, Manolo Aguilera.
Al
recordarle la superazul cúpula de nuestra calle, mi amigo, sorprendido, de
pronto, asintió: efectivamente, la bella cúpula franciscana de la calle San
Juan, es la única excepción a la monocorde e inmisericorde apoteosis marrón arquitectónica de dicha calle- .
La
cuestión es que no sólo es una excepción en esta calle, sino en muchas otras
más por las razones de las que hemos hablado….
Y
el mensaje de esta cúpula es tan desesperado como incuestionable: viene a
decirnos que a última hora, el espíritu tiene memoria y gusto y la generosidad
con que la luz del cielo ha rociado esta tierra, halla reflejo en la obra
humana, aunque sea en la estricta techumbre de una sola de las cúpulas que
rotan en ámbito oriolano. Y la verdad es que resulta sorprendente que del
imperio del azul sólo podamos contar con este aéreo monumento a su fulgente recuerdo.
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