lunes, 26 de octubre de 2020

DIARIO

 


Cuando en las noticias muestran a algún anciano de los que sufren el virus o a los que se encuentran solos en las residencias, me sumo en una ardiente ternura y me acuerdo de mi madre. El llanto quiere salir, explotar de nuevo. Me solivianta este abandono, este sufrimiento: no nos damos cuenta de que estos ancianos fueron personas bellas y atractivas, fascinantes y modernas, los que protagonizaron la transición política, los dueños de los setenta.

 

Leyendo el relato de un viaje que Gertrudis Gómez de Avellaneda hizo a los Pirineos. Me encanta este género, sobre todo, el escrito durante el periodo romántico. Poderoso simbolismo el del viaje. Un súbito viaje, una suerte de expedición, como el relato de Avellaneda, hizo Dante y tengamos en cuenta a dónde fue a parar.  El viaje como itinerario iniciático, como empresa lúdica, como motivo de escritura. Algo debe ocurrir en un viaje, para que el escritor se esfuerce por contárnoslo, a no ser que el acontecimiento sea el viaje mismo: oportunidad de renacimiento interior y sensual al descubrir nuevos lugares y enclaves. Leo con atención el texto de Avellaneda. Me da un dato que sobresale entre los otros. El ruido que hacía la diligencia en la que viajaban. Este dato adquiere un relieve momentáneo sobre el plano del texto. Un ruido hace que me represente con facilidad y efectividad, una historia que puede parecer distante. Es complicado imaginar un ruido sonando en el pasado, pues el ruido conecta con las artes temporales de la interpretación musical. La música que escuchamos no suena en ningún pasado, suena en el presente: en el presente, si así lo deseamos, de una jornada pasada (1860). El ruido de los caballos y el transporte no tiene dimensión melancólica: está sonando ahora o acaba de sonar. No es algo baladí. Al sonar el ruido de la diligencia,  acabo no tanto de transportarme yo, como, de irrumpir ese ruido, ese dato, esa imagen sonora, en el instante de mi percepción y lectura. Bruscamente el pasado ha irrumpido en el presente, se ha establecido un súbito vínculo con la región espacio temporal – yo - que está atenta a su narración.

Leo a Gertrudis Gómez de Avellaneda no por una excentricidad sino por pura y franca curiosidad. No leímos a esta autora en su momento porque el XIX español consistía en Larra y Bécquer. Prolífica, obsesionada con la corrección estilística, cultivadora de géneros,- poesía, novela, relatos cortos, memorias -  Avellaneda resulta dentro de los cánones del romanticismo, una autora notable, injustamente marginada o malamente reivindicada. Si resulta que estoy buscando obras literarias pertenecientes al mundo y a la época romántica, si me apetece el tenor lírico-imaginativo de ese tipo de registro es porque deseo habitar un mundo creativo y no analizar discursos, y me parece una ocasión óptima hacerlo a través de los textos de alguien que escribió en español una obra diversa y de calidad, cuya producción apenas si se conoce actualmente.


Veo un programa en la segunda cadena sobre Miguel Hernández. Me atraviesan estremecimientos no sé si confesables cuando comparo su figura con las personas que se han dedicado a  escribir en las últimas décadas por estos lares: pienso en Antonio Gracia, en Blanca Andreu, en José Luis Zerón, en mí mismo…

En Hernández, lo entrañable, lo trágico, lo pasional, lo heroico se funde en un conjunto indivisible que para algunos también resulta ineludiblemente ejemplar. Cómo comparar su vida y su obra con todo lo nuestro, teniendo en cuenta las circunstancias extraordinarias que las rodearon. El destino de Hernández se cumplió de un modo tremendo, incuestionable. Su amargura se metamorfoseó en eternidad para todos a la hora de evocar su nombre. Nosotros hemos nacido con la televisión en casa, con el acceso a la cultura, por ello la misión de los poetas hoy es distinta, más ramificada, enfrentada a la necesidad de redefinir el objetivo de la literatura, del arte. Es otro tipo de batalla, sin muertos reales como lo fue la de Hernández, abierta al emprendimiento de la fraternidad, del amor, del misterio. En los días de la Guerra Civil y los otros conflictos bélicos, la poesía surgía del encontronazo de los propios hechos. Hoy, ahora, a los poetas les toca definir el sentido de la poesía, el futuro de la palabra.

Paseo crepuscular por las calles de Orihuela. Viento y cambio de hora, es decir, más oscuridad que se suma a la hosquedad del ambiente. Vamos velados, como moras pudibundas. Curiosamente, la mascarilla actúa como un velo: ambas te dan cierta seguridad, te separan de la realidad, puedes observar con cierto distanciamiento lo que ocurre “fuera”. Pero si te cansas, cunde el hartazgo y te ahogas con este disfraz puesto. Es como los nazarenos. Ir con el traje de nazareno y con la capucha es un placer perverso, sólo permisible durante un rato. Sería un espanto llevarlo siempre, llevar preso el rostro…  

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