miércoles, 28 de abril de 2021

EL PARAÍSO EN LA TIERRA O LA ANSIADA BÚSQUEDA DEL LOCUS AMOENUS. IV



EN LAS ÉGLOGAS DE GARCILASO

En los textos de los clásicos raramente se destaca un motivo o se aísla como pretexto para el análisis o la descripción especiosa. Generalmente, se produce una proporción del discurso en el que todos los elementos de que forma parte el interés de la composición, hallan relación semejante. Esta correcta formalidad de la composición a veces nos puede parecer severa, pero siempre asegura para los oídos modernos la aventura lectora, la más notable calidad de la palabra. La prioridad de verbos, adjetivos, nombres indican tendencias sociales, preferencias ambientales, aposentamiento en determinados ritmos que a su vez denotan comprensiones globales del espacio y del tiempo.

Las Églogas de Garcilaso no suponen meras descripciones exclusivas del locus amoenus en tanto que paisaje anhelado o escenario ideal de las acciones de los personajes invocados. En lo pastoril caben las incidencias melancólicas, incluso dramáticas. Lo que yo, como gozador de espacios y tiempos, rastreo es el lugar concreto de la poesía o de la anécdota. Hay en mí una perversión del examen, porque la naturaleza del espacio es lo que creo me proporcionará la ensoñación y el viaje por el tiempo. Soy un fetichista de los espacios, de los recovecos, de los cubículos y laberintos. Yo divido, en la égloga de Garcilaso las referencias concretas al paisaje, a los goces de la vida del resto del argumento de los poemas. Se trata, como digo, de una perversión taxonómica típica del talante moderno, de una reducción convulsiva a lo objetual. La lectura de la égloga garcilasiana no puede constar de estas historias, pues en el ámbito literario lo importante no es lo que se cuenta sino cómo se cuenta y en ello, va integrado todos los elementos de que forman parte el repertorio pastoril. La mirada policíaca racional es la que me lanza a la lectura pausada de estos textos y señalar, discriminar, destacar y aislar lo que se me antoja lo más puramente relacionado con la ideación del locus amoenus. Quizá imagine que una panoplia de motivos agradables sería trasladable a cualquier época y pudiera, de este modo, establecer unos vasos comunicantes entre lo que los hombres han imaginado como bello, deseable, portador de paz comunicable a otros.

Aunque Garcilaso no es Góngora, la apretada descripción que aparece en el fragmento número 18 de la primera égloga nos ubica rotundamente en el ámbito florido y paradisíaco que el alma busca como hogareño confín de retiros y delicias:

 

Corrientes aguas puras, cristalinas,

Árboles que os estáis mirando en ellas,

Verde prado de fresca sombra lleno,

Aves que aquí sembráis vuestras querellas,

Hiedras que por los árboles caminas,

Torciendo el paso por su verde seno.

 

Concluye este fragmento bellamente:

Con el pensamiento discurría

Por donde no hallaba

Sino memorias llenas de alegría.

 

En el poema número 29  de esta misma égloga primera, la invocación de la amada ausente por acción de la muerte se convierte en transfiguración del paisaje común, en sublimación del mismo hacia el que las moradas celestes prometen.

Contigo mano a mano

Busquemos otro llano,

Busquemos otros montes y otros ríos,

Otros valles floridos y sombríos

Donde descanse y siempre pueda verte

Ante los ojos míos,

Sin miedo y sobresalto a perderte.

 

 La alusión a lo eternal a través de ese adjetivo – otros – resulta tan estremecedor como revelador. 

El poema siguiente que concluye esta égloga primera deja, a pesar de las invocaciones áureas y las angustias del deseo, un gusto extraño en la lectura, pues no se reclama, finalmente, ni la resurrección de la amada ni del amante. Lo pastoril encuentra aquí un súbito hálito de suave perplejidad y crepuscularidad.

En la siguiente égloga el poeta vuelve a ser explícito, tras las nubes que ha traído la ausencia de la amada, y los diálogos encuentran turnos renovados en boca de nuevos amantes:

Convida a un dulce sueño

Aquel manso ruido

Del agua que la clara fuente envía,

Y las aves sin dueño,

Con canto no aprendido,

Hinchen el aire de dulce armonía.


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