EN LAS ÉGLOGAS DE GARCILASO
En
los textos de los clásicos raramente se destaca un motivo o se aísla como pretexto
para el análisis o la descripción especiosa. Generalmente, se produce una
proporción del discurso en el que todos los elementos de que forma parte el
interés de la composición, hallan relación semejante. Esta correcta formalidad
de la composición a veces nos puede parecer severa, pero siempre asegura para
los oídos modernos la aventura lectora, la más notable calidad de la palabra.
La prioridad de verbos, adjetivos, nombres indican tendencias sociales,
preferencias ambientales, aposentamiento en determinados ritmos que a su vez denotan
comprensiones globales del espacio y del tiempo.
Las Églogas de Garcilaso no suponen meras descripciones exclusivas del locus amoenus en tanto que paisaje anhelado o escenario ideal de las acciones de los personajes invocados. En lo pastoril caben las incidencias melancólicas, incluso dramáticas. Lo que yo, como gozador de espacios y tiempos, rastreo es el lugar concreto de la poesía o de la anécdota. Hay en mí una perversión del examen, porque la naturaleza del espacio es lo que creo me proporcionará la ensoñación y el viaje por el tiempo. Soy un fetichista de los espacios, de los recovecos, de los cubículos y laberintos. Yo divido, en la égloga de Garcilaso las referencias concretas al paisaje, a los goces de la vida del resto del argumento de los poemas. Se trata, como digo, de una perversión taxonómica típica del talante moderno, de una reducción convulsiva a lo objetual. La lectura de la égloga garcilasiana no puede constar de estas historias, pues en el ámbito literario lo importante no es lo que se cuenta sino cómo se cuenta y en ello, va integrado todos los elementos de que forman parte el repertorio pastoril. La mirada policíaca racional es la que me lanza a la lectura pausada de estos textos y señalar, discriminar, destacar y aislar lo que se me antoja lo más puramente relacionado con la ideación del locus amoenus. Quizá imagine que una panoplia de motivos agradables sería trasladable a cualquier época y pudiera, de este modo, establecer unos vasos comunicantes entre lo que los hombres han imaginado como bello, deseable, portador de paz comunicable a otros.
Aunque
Garcilaso no es Góngora, la apretada descripción que aparece en el fragmento
número 18 de la primera égloga nos ubica rotundamente en el ámbito florido y paradisíaco
que el alma busca como hogareño confín de retiros y delicias:
Corrientes
aguas puras, cristalinas,
Árboles
que os estáis mirando en ellas,
Verde
prado de fresca sombra lleno,
Aves que
aquí sembráis vuestras querellas,
Hiedras
que por los árboles caminas,
Torciendo
el paso por su verde seno.
Concluye
este fragmento bellamente:
Con el
pensamiento discurría
Por donde
no hallaba
Sino memorias
llenas de alegría.
En el
poema número 29 de esta misma égloga primera,
la invocación de la amada ausente por acción de la muerte se convierte en
transfiguración del paisaje común, en sublimación del mismo hacia el que las
moradas celestes prometen.
Contigo
mano a mano
Busquemos
otro llano,
Busquemos
otros montes y otros ríos,
Otros
valles floridos y sombríos
Donde
descanse y siempre pueda verte
Ante los
ojos míos,
Sin miedo
y sobresalto a perderte.
La alusión a lo eternal a través de ese adjetivo – otros – resulta tan estremecedor como revelador.
El poema siguiente que concluye esta égloga primera deja, a pesar de las invocaciones áureas y las angustias del deseo, un gusto extraño en la lectura, pues no se reclama, finalmente, ni la resurrección de la amada ni del amante. Lo pastoril encuentra aquí un súbito hálito de suave perplejidad y crepuscularidad.
En la
siguiente égloga el poeta vuelve a ser explícito, tras las nubes que ha traído
la ausencia de la amada, y los diálogos encuentran turnos renovados en boca de nuevos
amantes:
Convida
a un dulce sueño
Aquel
manso ruido
Del agua
que la clara fuente envía,
Y las
aves sin dueño,
Con canto
no aprendido,
Hinchen el aire de dulce armonía.
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