LA QUIETUD
MANUEL García Pérez
Para un Antonin Artaud, la finalidad última y primera de la poesía
consistía en purgar angustias. Algo
de este concepto tan terapéutico como ritualístico, arcano e inmediato, tiene
la poesía de Manuel García Pérez, cuya última entrega la hallamos bajo este escueto
epígrafe: La quietud.
Epígrafe que no deja de reflejar términos paradójicos de un proceloso viaje
interior a la memoria y al ser mismo, pues el medio escogido para la confesión
o la lucubración, es, ineludiblemente, la escritura, cuya función registradora
de las cosas ya viene a ejercer una violencia estadística sobre lo que se
pretende rescatar: el hecho de nombrar es
una abdicación de aquello que soy.
Es decir, ya de principio, nos encontramos con una reivindicación no tanto de
las purezas de la experiencia como de la legítima originariedad incontaminada
del sujeto, es decir, del ser, una categoría más allá de lo psicológico, anterior a la “depravación”
clasificatoria del nombrar.
Y encima, subrayando la naturaleza paradójica de su empresa, observa Manuel
García que escribir ya implica desaparecer, morir, pues vas dejando de existir
para legar un testimonio escrito mínimo de tu vida a los demás.
En esta búsqueda de la quietud, pues, aparece de buenas a primeras el
conflicto entre el poder configurador del lenguaje y el libre flujo de la
experiencia, entre la destinación a significados y términos lógicos y la
voluntad de ese ser que quiere definirse, hallarse sin los prejuicios de lo
racionalista.
Por ello, la escritura emprendida no podrá ser sino la poética, pues es en
el ámbito de esta donde las estructuras racionales y las tendencias
configurativas del pensamiento a través de sus categorías se transmutan en una
plástica suprema que aproxima las palabras a la música, es decir, a estadios
anteriores al discurso.
La alquimia verbal que un Rimbaud pretendiera, se prestaría pues a la
expresión de los estados más insólitos como a los más desprendidos de una
logicidad enervante o represora.
Ante este tipo de viaje recuperador de la propia sustancia metafísica,
resulta previsible considerar que la poesía hallada por Manuel García no haga
concesiones. Manuel García no nos habla de ambientes líricos ni entona églogas
de enrevesada musa: lo suyo es algo mucho más sencillo e irremediablemente complejo.
La memoria familiar, las características de la identidad propia, articulan
las fases de una búsqueda que reconcilie todos los datos arrebatados al tiempo
y los itinerarios emprendidos.
Este viaje con el solo equipaje del lenguaje poético en torno a esa quietud
legítima ansiada, la arcadia mínima del sujeto, es más que consciente de los
matices y recovecos súbitos del camino. No
hay origen de las cosas, /pero el fuego
es una cosa, escribe, precavidamente, Manuel García, dando a entender que
si preferimos no inquirir en principios metafísicos para no pervertir los
sentidos de nuestro íntimo viaje con la amenaza de nomenclaturas, no por ello
lo que existe dejará de rodearnos con la contundente incuestionabilidad de su
propia realidad.
Manuel García, en esta exploración de la selva más etérea e inextricable no para de advertir, de autoadvertirse, de lanzarse
como pequeños autocódigos, señalando fases, implosiones, abismos como si fueran
las trampas que el propio tiempo va dejando en el camino y es esta progresiva
dilucidación de los pecios enterrados en
la memoria lo que constituye su afán más imperioso y el devenir profundo del
poemario.
El filósofo que dijo aquello de que el
mundo es una paradoja, creyó, ciertamente, haber descubierto las claves
secretas del discurrir universal. Morir
es vivir, escribe Manuel García, al describir con serenidad las más o menos
esotéricas relaciones que los distintos y opuestos estados del ser establecen
en un juego insólito de sustituciones.
Algunos poetas nos cuentan las curiosas evoluciones que practican las cosas
a través del tiempo, otros van buscando la localización quimérica del verbo
fundante. Para conjurar lo que necesitaba arrancar de las tinieblas, Manuel
García no ha tenido más remedio que utilizar la profundidad sin fondo de la
palabra poética, y meter sin contemplaciones las manos en esa harina rumorosa y
primera. Alguien, quizá, le hubiera aconsejado, paralelamente a la incursión
poética, el socorro de la competencia psicoanalítica para desfondar todo complejo,
pero teniendo en cuenta que el lenguaje psicoanalítico es una variación moderna
del lenguaje poético, da lo mismo.
Agradezco a Manuel García su atrevimiento, su confianza final en el poder conjuratorio de la palabra poética, el deslindamiento de voces más concordes o tímidas. Con seguridad, los ancestros esperan los resultados de nuestras operaciones de aproximamiento. Los ancestros nos esperan y entre ellos, nuestros padres. No importa que el lenguaje utilizado sea oscuro. Tiene que serlo. El lenguaje abstruso es una variación retórica del estilo, como lo es igualmente, la exigencia de unos términos más claros, dijo Barthes.
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