martes, 13 de septiembre de 2022

CIUDAD DEL HOMBRE José María Fonollosa




La verdad es que me esperaba una poesía muy distinta cuando al descubrir el libro, constaté que se tildaba a Fonollosa, sin más, como poeta urbano. Creo yo que más exacto resultaría considerarlo como el poeta emergido de las consecuencias éticas y estéticas de una concepción vital de lo urbano, pues la voz de este poeta no nos habla de los embelesos del que atraviesa ciudades marcando como un destino específico la belleza de las mismas. Más que detenerse en singularidades arquitectónicas, en descripciones paisajísticas o en la idiosincrasia particular de los ciudadanos de las distintas ciudades y países que visitó, la voz de Fonollosa nos habla desde la literalidad de una subjetividad dolida y exasperada, nos habla estrictamente de sus ausencias y deseos, de sus frustraciones, sin explotar prioritariamente la imagen, es decir, sin detenerse en otros motivos que no sean los directamente denunciadores de una circunstancia moral.

El descaro, la acidez, el cinismo de Fonollosa nos recuerda a veces al Baudelaire más desesperado o a un Céline que de pronto, empleara, eventualmente, la poesía como discurso de amarguras obsesivas. Lo que no entiendo es cómo Fonollosa no se sintiera, acaso, incómodo con la etiqueta formal de poeta, pues deja bien claro en sus calculados y contundentes versos que no busca ninguna belleza ideal, ninguna teoría o ideología como refugio o motivo inspirador: lo único que realmente importa, lo único que reamente le interesa es practicar el sexo y tener dinero, o sea, el sueño certero y egoísta del más orgiástico de los Charles Bukowsky imaginables.

Fonollosa confiesa que está obsesionado con las curvas femeninas, con sus contoneos callejeros, con sus excitantes indumentarias, que detesta a sus vecinos, a sus amigos, a su familia, a media humanidad y que experimenta placer imaginando que mata a alguien, sintiendo, a la vez, un violento  desprecio por la víctima.

Toda escritura puede ejercer una labor terapéutica importante en quien la ejerce. Supongo que Fonollosa, un maldito voluntario de nuestras letras, se automaldijo, previamente, valgan las redundancias, al atreverse a desnudar su probable musa de todo impedimento verbal y temático y lanzarse a una suerte de catarsis a través de la poesía y el silencio en que estuvo envuelto casi toda su existencia, que quiso renacer en secreto desalojando todo lugar común, toda belleza formal de su crítica y de sus obsesiones que pudiera obligarle a ser insincero sobre su estado anímico real. fonollosa decide escribir sólo desde lo que le falta y desea, haciendo de ello la perspectiva visionadora de todo evento y realidad, de toda alma y tesitura.

 

Semejante determinación no hace de la poesía de Fonollosa algo agradable de leer. Su supuesta sinceridad, su denuncia constante de la fealdad, de la vulgaridad y de la abundante miseria moral del prójimo, nos mantienen pegados a la lectura y ante tal descargo contra todo y contra todos, experimentando a la vez cierto malestar, esa fricción irritante que su verso constantemente desencantado y acusador de crudezas, produce.

Leopoldo María Panero, tenía, quizá, la justificación de la locura para maldecir el universo mundo que le rodeaba y enfangarse en la putrefacción como única vía de lo orgásmico; Fonollosa contempla una sociedad cuya modernidad consiste en el impudor y patetismo con que muestra su indigencia espiritual y humana, y decide exaltar solo lo instintivo, el mínimo resquicio vital que le queda al cuerpo que intenta escapar de la finitud y de la muerte. Y esta realidad fatal se muestra a las claras en el espectáculo urbano que dan las calles de las ciudades más populosas y también más crueles. Para Fonollosa, pues,  lo urbano es el espacio mitológico y real de la condenación y de la exuberancia, el escenario  en el que se exhibe tanto la finitud del hombre como el deseo compulsivo de las almas anónimas en busca de un cuerpo al que asirse y amar. Decididamente, Fonollosa no quiso producir belleza, solo poesía: su testimonio, huérfano en ediciones. A veces los poetas nos dan imágenes esplendentes de la totalidad; en otras, de la parcialidad como única expresión de una totalidad tremenda.   

 

 

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