Hastiada la Divinidad de
la violencia e iniquidad de la humanidad, decidió exterminar lo que había sido
su más excelente invención.
Ideó, entonces, un plan
cartográfico para repartir selectivamente el grado de aniquilación que cada
territorio se había ganado por su maldad reincidente.
A EEUU por su producción
y exportación sin límites de violencia de todo género, le bastaría un par de
pequeños meteoritos para quedar reducido a una aldea pantanosa.
Con respecto a Rusia,
todavía imperialista y banalmente destructora de territorios ajenos, le iría
destinado un fortuito cortocircuito para que el Kremlin entero ardiese con
todos los gerifaltes dentro.
Inundaciones infinitas
coronadas por docenas de virulentas pandemias, reducirían los mil millones de
chinos a mil habitantes de ojos rasgados.
Una suerte de selectivos
terremotos surcarían el medio oriente tragándose ciudades enteras de jihadistas
y palurdos barbudos.
Desde su fulgor
constante, la Divinidad iba a efectuar sus planes de aniquilación del perverso
género humano, pero algo vibró en el horizonte de su luz infinita que le hizo
titubear: la esperanza depositada en los niños inocentes que eran el futuro del
planeta, las mujeres que sumaban su belleza e idiosincrasia al adecuado rumbo
del mundo, los pocos hombres que no deseaban sino la harmonía y la justicia.
Así que a última hora, a
punto de provocar el fin del cosmos con un impulso mínimo de su Voluntad, la Divinidad
se planteó su plan. Decidió no realizarlo, creyendo que las cosas todavía
podían cambiar gracias a esas personas y perdonó, como había hecho otras veces,
el impudor del mundo hasta que, de nuevo, por su perversión, se mereciera un
castigo y lo volviera a perdonar.
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