Día
tremendo, hoy, tras venir de hacerme una analítica
y un electro. Mezcla de malestares: por
un lado, no hago sino ver personas mayores por todas partes y amigos
envejecidos, la continua confirmación de que el tiempo ha pasado, de que a mi
generación se le acabó la juerga casi definitivamente; por otro, al hacerme las
pruebas y verse uno formando parte irremediable del género humano, sensaciones
patéticas acerca de la fragilidad del cuerpo al tiempo que valoraciones sobre las
características preciosas que lo definen. El cuerpo de uno, mezclado con otros
cuerpos maltrechos de los que orgánicamente no es ajeno. Al llegar a casa, más
tarde, no he levantado el ánimo hasta que he escuchado por casualidad la música
discotequera del gran Hamilton Bohanon.
De repente, la memoria se ha convulsionado y me ha lanzado algún mensaje de
esperanza. Recuerdo escuchar a este compositor de música funk en un disco de
vinilo en Torrevieja, allá, a finales de los setenta. Sonaba su ritmo machacón
teniendo el horizonte azul del mar en frente. Recuerdo el texto que se
encontraba en la contraportada del disco, en el que el músico dedicaba todo su
trabajo concentrado en ese LP a la Divinidad. Recuerdo lo que eso me extrañó, produciéndome también admiración: a mis 14
años me costaba relacionar a Dios con la música discotequera. Cuando me he ido reanimando,
he mirado un retrato suyo y he recordado que murió hace un par de años. Contemplando
el gesto simpático de su rostro, no he podido sino pensar que en esta vida
cumplió con lo que tenía que hacer, entregarnos la belleza que creó. He estado
a punto de las lágrimas. No paro de ver signos de la muerte por todos lados lo
que me hace pensar que el orden de la vida no puede sino contar con la función
de aquella.
Leyendo
al poeta Guillevic, su obra Del
dominio. Interesante. Del dominio describe un espacio ideal,
una suerte de jardín del edén profano, no exento de accidentalidades y
virtualidades. Nuestra completud íntima tiende a un espacio delimitado de
observaciones y estancias. Lo curioso de Guillevic es su versificación
procesual, su dosificación virtuosa y minimalista de la imagen. Celebro que los
poetas inventen estos mundos, articulen estos escenarios del pensamiento.
Leyendo
los diarios del escritor portugués Miguel Torga. Qué humanidad, qué verdad
en sus confesiones. Combate cierta tendencia al pesimismo con la fuerza moral
que da practicar el pensamiento y particularizarse en sus criterios. Se siente
a contracorriente de su entorno, pero ello no le abate sino que persevera en su
ética y en criticar la caída en la mediocridad. Elogia aspectos históricos de
nuestra nación y a intelectuales nuestros, contemporáneos del escritor. Y qué
pena me produce que la idea de que la península es una sola entidad cultural,
defendida por Torga, no fructificase y se les ocurriera a tan pocos de este
lado.
Leo una reproducción facsímil de poemas de Rubén Darío. El volumen apareció en 1918 y las estilizadas ilustraciones de Enrique Ochoa le dan un aire encantador a la publicación. Independientemente de consideraciones epocales en la cuestión de escritura, motivos, tópicos y estereotipos, el tono de Darío es sacral. El poeta habla como la encarnación del oráculo o de la autoridad trascendental: determinativo y delicado a un tiempo. Esta voz es la del poeta en grandes términos. Me gusta esta combinación: lo tremendo (por fatal) y lo sensible ante cualquier matiz, profiriendo la palabra definitiva sobre las evoluciones de las cosas. Ya digo: a pesar de las probables cursilerías o chocanteces que pueda ocasionar la rima y el gusto del momento, Darío es el Poeta. Además, el tono poético que se desprende de su poética es un modo de restitución de la justicia a través de la harmonía.
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