El
atractivo de un autor como Bautrigan
viene determinado por el momento histórico
en el que se desarrolla y al que se vincula su escritura, esas mágicas décadas de los sesenta y los
setenta en Estados Unidos, llenas de
acontecimiento. Un ejercicio no sé hasta
qué punto ilustrativo consistiría en considerar las virtudes cualitativas,
propiamente literarias de su obra, desligadas de las aventuras de aquellos años.
Es por ello que, teniendo en cuenta las peculiaridades biográficas del
personaje y la naturaleza libérrima de su literatura, pasemos por alto la
escuetez y prosaísmo de su poesía y la admitamos como un elemento ingrávido más
del equipaje de lo que Bautrigan pueda ofrecernos.
Bautrigan
es un surrealista local que carece de la sustancia del surrealismo originario:
ahí radica tanto su atractivo como sus limitaciones líricas. La poesía de Bautrigan
es un apunte desleído en una servilleta de papel. Pero esta levedad del mensaje
no es una claudicación: Bautrigan notifica lo que ve y le ocurre, puntualmente,
no pretende más. Es la realidad lo que resulta
delirante. Es la realidad lo que nos
lleva y arrebata, lo que origina el
viaje. Sentirlo y verlo ya es suficiente. Un texto si es capaz de confirmar
sucinta y repentinamente las evoluciones insólitas de lo real, puede darse por
satisfecho. Bautrigan se mece en lo lúdico, no
busca quintaesencias.
Aunque la obra de Bautrigan no parezca ofrecer complejidades hermenéuticas, sí hace una cosa como toda obra netamente literaria: acusar un imaginario para subrayarlo o desmentirlo o las dos cosas a la vez. Leyendo algún pasaje de estos chocantes poemas aparentemente “inesenciales”, he vuelto a saber que los setenta, además de eróticos y fascinadores, también fueron melancólicos.
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