Barthes y Whitehead coinciden en negarle al
objeto una historia. El filósofo inglés ubica al objeto atravesando el tiempo
pero sin imantarse significativamente de él, es decir, un objeto que puede
haber sido fabricado en una época concreta, más o menos remota, pero que su
lugar metafísico es el presente más irreductible. El objeto no es portador de
una experiencia, todo lo más de la tendencia de determinado signo.
Barthes
niega que el objeto pueda contener mensajes más complejos que su propia
factura. El uso de generaciones habrá impreso en la superficie del objeto el
paso herrumbroso del tiempo, pero el objeto solo presenta una lectura: su uso.
La forma que presente, los decorados que ostente son producto, en efecto, de la
época y representan el mayor grosor posible de la precisa significación que
todo objeto posee: una y bien localizada en las coordenadas espacio temporales.
Es
decir, que un objeto no es un texto, que su mensaje, todo lo más, es su propia
forma. La dinámica del objeto en cuestión podrá hablarnos de las capacidades
creadoras de una sociedad o de un tiempo, capacidades que se interconectarán
con las singularidades sociales o políticas. El objeto emergerá entre el
conjunto de las otras cosas - costumbres, creencias - como una expresión más de
la evolución de tal sociedad, pero el objeto, la semántica del objeto,
podríamos decir, no irá más allá de las peculiaridades de esa sociedad y las
determinaciones de su uso.
Teniendo
en cuenta estas consideraciones, no deja de admirarme la belleza, la forma
singular que adoptan las lucernas en el más fructífero momento de su producción
histórica, en la época romana.
La
base que contiene el secreto combustible, el pequeño aro o asa con la que la
lucerna es portada por la persona, y el punto por el que se libera la llama,
esa suerte de tubo que parece perseguir a la propia llama en su ecape. Pocos
objetos diseñados con tal solvencia, tal practicidad y también, belleza.
Si
ignoráramos para qué sirven las lucernas nos intrigarían sus formas
helicoidales y redondas, sus filamentos y anillos, la manejabilidad de sus volúmenes,
el destino de sus pequeños depósitos.
Hay
una pregunta que resulta legítimo hacerse: la utilidad específica a que está
destinado el objeto, ¿incide en la forma del mismo?
La
forma de las lucernas se me antoja la respuesta admirable a esta observación.
Simplemente y nada menos, el hombre en la antigüedad podía portar por sí mismo
el sagrado fuego que Prometeo había sustraído a los dioses y hacerlo de un modo
cómodo en el ámbito doméstico, mitigando las sombras de la noche, y posibilitando,
además, un nuevo espacio para la
meditación o la comunicación. Qué imagen la de esa vestal atravesando una tarde
oscura la columnata del templo con una
lucerna en la mano, o la del geómetra en su taller, creando los planos de un
palacio gracias a la ayuda luminosa de la lucerna en noches de trabajo
minucioso.
La
lucerna domeña el mito del fuego sacral a través de una pequeña llama que el
hombre direcciona según sus necesidades inmediatas, llama apenas oscilatoria
que arroja sombras sobre las paredes haciendo cómplice juego con la aventura
filosófica que pretende interprertar la realidad con el ejemplo alegórico de
Platón y su teoría sobre las ideas, sombras proyectadas en la pared de la
caverna.
La
invención humana domestica la naturaleza de un modo fluido - la llama asoma con
tranquilidad por el tubo lucerniano - y los habitáculos romanos se iluminan de
un fulgor naranja que estimula la ensoñación y la evocación poética.
La
lucerna romana certifica con qué harmónica audacia se cierra un cuadro de
convivencia en el que cultura y naturaleza cohabitan cordial y elegantemente.
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