Huyo
del cementerio de Orihuelenka y me
dirijo a Murcia. Me cuesta menos
moverme por la leve bajada de las temperaturas. Por fin la incomodidad del
calor ha desaparecido. Este verano ha sido para mí peor que la pandemia. Ahora
con qué gusto te ubicas físicamente y también psíquicamente cuando las
temperaturas son propicias. Se trata de algo elemental pero imprescindible para
que mente y cuerpo actúen juntos y fluyan.
No
sé, hay algo de entusiasmador cuando llegas con el tren a tu destino y te bajas
con el montón de gente en la estación. El tren iba lleno por lo de los cupones
que te permiten realizar viajes gratuitos. Cuando aterrizas y te mezclas con
los demás, de todos los pelajes, indumentarias y edades, y te desparramas por
el andén para alcanzar o el ascensor o las escaleras, parece que te sumes en
una sola ilusión junto con toda la gente, como si compartieras un mismo deseo o
una secreta esperanza. Curiosamente cuando llegas a las susodichas escaleras y
empiezas a subir, - están haciendo de la
estación de Murcia un lugar gigantesco - esa grata sensación de moverte junto
con los demás se ha convertido en algo penoso y fastidiosamente multitudinario.
Empieza entonces la carrera para salir de las instalaciones y todos parecen
competir para ver quién es más rápido. Este punto me hizo recordar cuando en el
colegio de Santo Domingo hacíamos
gimnasia, allá a fines de los setenta, que consistía en correr y nada más, y encontrábamos un placer masoquista en que
el bruto que teníamos de profesor nos azuzara para que corriéramos más. Recuerdo
las bromas que decíamos entre convulsas pérdidas de aliento.
Pasear
por una ciudad accesible como Murcia ahora en este todavía cálido que no
caluroso, otoño es una delicia.
Atravieso
el barrio del Carmen donde se nota
la afluencia y fluencia de nacionalidades, una mezcla de Latinoamérica y de África.
Estas nacionalidades van desapareciendo conforme vas accediendo al centro. Alcanzo
el Puente de los Peligros, recuerdo
en este momento una foto algo desmañada de Miguel
Espinosa aquí mismo junto a su hijo pequeño. Sensación rara e interesante
el atravesar lugares que personas famosas o notables para uno, hayan también frecuentado
en otros tiempos. Me dirijo a la sala de Las verónicas donde se encuentra una exposición a la que Rosa Miñano me ha invitado. Siempre llego un día tarde a las
inauguraciones porque a Murcia solo vengo en sábado.
Después
de ver la exposición de Charris, me
propongo otro objetivo, el centro comercial que es aquí en Murcia destino
sacral y exclusivo desde hace siglos, El Corte
Inglés. Hace años, cuando el cuerpo respondía mejor y me sobraban las
energías, antes de acabar en la catedral inglesera andurreaba un rato por ahí,
me gustaba perderme por rincones y calles que no conocía bien y dejar que fuese
el azar quien me devolviera al centro, a las proximidades de la Gran Vía. Experimentaba un intenso
placer en tales microaventuras. Y la cuestión es que salvo una vez que me alejé
mucho del centro, nunca me perdí. A la hora que más o menos había calculado,
volvía a recuperar el trayecto normal.
En
el Corte compro un par de chucherías y acabo por sentarme frente al centro, al
lado del conjunto de tiendas de ropa que le dan a este pasaje peatonal un
glamour discreto y encantadoramente delicioso. Es una nadería infantil, pero la
luz de los escaparates sigue ejerciendo su fascinación, depósitos acristalados
e impolutos donde se exhibe la mercancía inmaculada cuya visión alucina por
instantes a los transeúntes. Compruebo que han hecho reformas. Donde estaba el
banco alemán han colocado una tienda hiperluminosa con bellas dependientas que
no cesan de arreglar y colocar los paños y ropajes.
Estoy
un rato sentado frente a la hilera eléctrica de las tiendas, divisando el
interminable flujo humano. Recuerdo a Baudelaire
y su consejo sobre darse un baño de multitudes. Me fijo, sin ser molesto, en
las indumentarias y en la peculiaridad de las parejas. En toda la tarde no he visto
a ningún tío distinguidamente vestido. Las chicas son distintas. Pasan
bomboncitos con minifaldas y botas doradas. Sus voces divertidas son una
deliciosa algarabía que pasa. Van vestidas de fiesta, celebrando el día que es
hoy, el día del sábado. Sábado, sabadete,
camisa nueva y polvete, me confesó mi padre que se decía en su época. Vuelvo a evocar a Baudelaire, ese poema
dedicado a una bella paseante. Cuantas ensoñaciones inútiles a propósito de la
fantasía que recrea con amargura el poema baudeleriano. Son ya unos cuantos
años viendo pasar a bellas anónimas que se perdieron por las calles para
siempre y a las que, claro está, nunca me atreví a abordar.
Continúo el camino y entro en el otro centro del Corte Inglés donde compro un libro de Joseph Brodsky, Marca de agua. La compra del libro me llena de alegría. Es justo lo que iba buscando, algo en prosa o ensayo, escrito por alguien inteligente y singular y además, en este caso, sobre viajes: las estancias del escritor en Venecia. La ensoñación y la inteligencia potenciadas a través de la palabra, irradian en mi interior. Nada me acompaña mejor en mis viajes sabatiles como los libros y mi cámara fotográfica. Bueno, es que literalmente, nadie viene conmigo casi nunca. Desde 1990. Y todos los sábados. Perderse por Murcia o pudrirse en Orihuela. Puf. Con cuánta secreta muerte puede uno. Pero también, cómo renace uno si un par de cosas o una sola te roza benéficamente.
Antes de dirigirme a la estación para regresar a casa, compruebo que dispongo de tiempo y me siento a tomar un helado. Me pongo fuera, en la calle, donde está la mayoría de la gente sentada y pido un blanco y negro: granizado de café y nata. Cuando me lo traen me pongo a echar un vistazo al libro. Veo que Brodsky terminó de escribir Marca de agua en 1989. Eso me produce cierta agonía. Si hubiese escrito su libro en 1889, tal cosa me daría la ventaja de la distancia temporal para disfrutar más de la obra, es decir, el autor estaría lo suficientemente lejos de mi época que detesto para ubicarlo en un romántico y fascinador enclave remoto en el espacio-tiempo, libre de cualquier influencia estupidizante o empobrecedora y la experiencia de sus días en Venecia se tornaría poéticamente más pura. No se trata de ninguna tonta fantasía. Cuanto más y convenientemente distante esté el autor y su obra de los parámetros que configuran el sentir y el interpretar de la época en que vivo, más fácilmente puedo recibir su mensaje y el carácter de su ficción. Sus circunstancias se me presentan resueltas al disponer de la perspectiva del tiempo y su mundo estético, bien definido para entrar en él y disfrutar. La fecha de 1989 me incomoda, me limita un poco, la veo demasiado cercana o peor aún, la “antigüedad” (relativa) de los ochenta puede ser peor que otras fechas más cercanas o más distantes, quizá por el tenor agridulce de que se reviste para mí, personalmente, tal década, aunque luego, al fin y al cabo, al leer la suelta prosa del ruso y su peculiar criterio el texto se me presente interesante e incisivo. Leyendo, compruebo con cierta angustia que el ruso se murió siendo más joven que yo, es decir, yo ahora soy mayor que Brodsky y no creo que, vitalmente, vaya a superarle o acercarme a su nivel. Jamás he visitado Venecia, ni tengo la seguridad que demuestra Brodsky para moverse por el extranjero ni tengo el tipo de amistades venerables que él tuvo. Recuerdo algunas frases de Erich Fromm, como aquella que dice que hay personas que mueren sin haber nacido del todo. Yo me veo condenado a no visitar Venecia jamás y a no ser profesor universitario en un país distinto al mío, ni tampoco, qué va, en el mío propio. Me conformo con pensar que siendo yo ahora más viejo, insólitamente que Joseph Brodsky, tal cosa resulta ilusoria y, en todo caso, funciona a favor del texto que nos ha donado desde su inteligencia.
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