miércoles, 11 de diciembre de 2024

UN PAR DE OBSERVACIONES ORTEGUIANAS



 

Leyendo a Ortega y Gasset, me he encontrado con un par de pasajes que he convertido en motivos autopunitivos o que se me han revelado como tales teniendo en cuenta las circunstancias íntimas en las que me encuentro. En un artículo sobre las figuras peculiares de Judit y Salomé, Ortega define el modo elemental de proceder ante la realidad de mujeres y hombres. La mujer prefiere hallar lo imaginativo entre las cosas reales mientras que el hombre funciona al contrario: encuentra lo sorpresivo, lo infrecuente a través de la operación previa de la ensoñación. Para el varón lo deseable suele ser una imaginación creativa, previa a la realidad, dice Ortega.

Según el filósofo la mujer tiende a fantasear menos porque se adapta con mayor facilidad a los imperativos de la realidad: asume las condiciones que la vida le impone. El hombre se rebela contra esas condiciones y elabora teorías para interpretar la realidad, es decir, para librarse de sus aspectos impositivos. Teniendo en cuenta que la división o diferencia entre tales procederes ha cambiado considerablemente, igualándose o tendiendo hacia un paralelismo legítimo, sí hemos de admitir que hay un componente específico en la estrategia masculina que remarca desde un ángulo impostergable su conformación organizativa: la ensoñación erótica.

La mujer es el objeto preferido, cuasi obsesivo de la fantasía masculina, yo diría, universal, previa al conocimiento  y relación concreta con la misma. La mitología, la literatura, el conjunto de las artes plásticas o visuales, leyendas, etcétera, han encumbrado a la mujer metamorfoseándola en ángel o demonio, convirtiéndola en la criatura más perturbadora de la creación.

Qué bien se amolda esta pasión imaginativa a los ideales románticos, al objeto de adoración de la poesía cortés de los trovadores. Nietzsche asemejaba la mujer al carácter caprichoso de un niño, a una criatura imprevisible y salvaje.

Todos estos pensamientos iban emergiendo  al leer este pasaje concreto del texto de Ortega mientras se deslizaba una acusación dirigida contra mí mismo que me angustiaba: cómo me encontraba yo al respecto no sólo referido a mi visión de la mujer sino a mi interpretación de la realidad. Exponer aquí un análisis somero de la cuestión implicaría una incursión vergonzante en la construcción caótica de mi personalidad y persona. Mi estancamiento en la ensoñación se convirtió en destino, en práctica escritural, en recepción compensatoria: al final solo he sabido soñar. El sueño que en el ideal romántico sustituía a la siempre grosera realidad, ha sido en mí el vuelo fascinador con el que he evitado el trato con la realidad. La poesía se convirtió en el modo de trascender legítimamente lo que se había convertido en una tendencia patológica.

Y a estas patéticas alturas, tras tantos años de aislamiento, he renunciado a la realidad, creyendo que ninguna cosa va a presentárseme con la misma plenitud con que la sueño, cuando resulta que es al revés: soñar de verdad es incluir a la realidad en tu deseo, saber contemplarla como una plataforma continua de novedad y entusiasmo, habitarla con tu imaginación encendida.

 


Otras observaciones de Ortega que me removieron la firmeza de ciertas fantasías más que  que ideales, las encontré en el trabajo Fraseología y sinceridad. En este texto Ortega destaca que muchos de los episodios que han articulado la historia cultural moderna de Europa se han apoyado en la construcción de consignas, de motivos prefabricados, de frases. Por un lado esta construcción de frases, es decir, de formulaciones que sintetizaban con aparente lucidez la convergencia de los distintos momentos vitales de un hecho complejo, obedecían a una intención civilizatoria, pero por el otro corrían el riesgo, ante la imprevisibilidad de lo real, de convertirse en meros registros lingüísticos.

La frase que define con concisión y brillantez el empleo de un concepto, puede funcionar en el momento de su comunicación pero evidentemente, también se muestra vulnerable en cuanto que, como frase se presenta autosuficiente en el cosmos abstracto de significados que alimenta o suscita al margen del acontecer, de las anfractuosidades de la realidad. Es entonces que la frase se reduce a su naturaleza puramente verbal y se vuelve inoperativa, contraria, posiblemente, a la evidencia.

Curiosamente Barthes también dijo en un artículo que la sociedad solo utiliza frases para presumiblemente, entenderse.

Yo que sacralizo en mi intimidad el lenguaje y sus productos divinos, que amo los laberintos de la filosofía y las transmigraciones especulativas de la palabra, pensé, al leer las propias palabras de Ortega, en la catastrófica riada ocurrida hace tan solo un mes y pico aquí, en la Comunidad Valenciana y me dije: qué valen las preciosidades verbales ante los efectos mortales de estas inundaciones. No puedo conjurarlos, de momento, no puedo parar el avance del agua y del lodo con el poder sacral del verbo, y lo único que se puede hacer es ayudar a la gente como mejor se pueda. Podré escribir un poema después, dedicado a las víctimas, algún tipo de texto conmemorativo, pero lo que ha ocurrido en el espacio de lo real no requiere, en principio, de artes compositivas, sino de reacción inmediata y ayuda efectiva.

La realidad, fuente de acontecimientos imprevisibles, nos pone a prueba.

No digo que sea total y objetivamente justa la relación que establezco entre lo dicho por Ortega y mi propia observación, sino que me vino a la cabeza motivada por un deseo personal algo morboso de autoinculpación. 

En el caso primero, la fascinación por la figura de la mujer puede hacerla invisible ante nosotros por la cantidad de ensoñaciones que nos la ocultan y la distancian de una comunicación sincera. En este segundo caso, es la realidad misma accidentada catastróficamente, la que retuerce nuestra tranquila observación e interpretación de la misma.          

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