sábado, 18 de abril de 2020

INTERSTICIOS




Las notas que Rilke deja a pie de muchos de sus poemas, en los que da fecha del instante, día y lugar en que lo escribió me producen un intenso efecto ensoñador. Me hacen recordar esas postales antiguas en sepia con la vista de algún paisaje romántico o una pareja de enamorados. Cuando la fecha es muy distante, 1908, por ejemplo, y el poema ha sido concebido en un otoño pasado en París en tal fecha, es como si asistiera a la materialidad fungible del poema. Este puede trascender, estética, humanamente todos los límites, pero los datos de su gestación puntual le prestan al orden sacral de las palabras una fragilidad melancólica: la temporalidad de su origen.




A veces, algunos libros que no pertenecen sino indirectamente a la literatura,  - es decir, literatura médica, literatura científica, etc.- pueden convertirse en inopinados ejemplos de suntuoso entretenimiento y goce literario, entre otros motivos, por esa ubicación en lo más puramente especulativo de tales disciplinas. De este modo podemos conceptuar algunos de los libros que con intención seriamente investigativa publicó el astrónomo francés Camille Flammarion sobre temas fantásticos o extraños. Las casas encantadas o El mundo de los sueños son dos publicaciones de este autor que sin poseer otro guión que la mera exposición de los casos extraños referidos, se convierten a través de la lectura desprejuiciada o trivial, en deleitosas, y a veces, fascinantes ocasiones de lectura. Sin juzgar la realidad o no de los hechos, o bien con la idea de que, precisamente la realidad sigue siendo fuente súbita de hechos y circunstancias extraordinarias, el abandono lúdico a su lectura puede procurar esos momentos de trepidación e interés puramente literario o novelesco.



Hace algún tiempo que no se oye nada de Pere Gimferrrer. Lo último que compré de él fue un poemario, Alma Venus, que es un deleitable rosario de imágenes, una breve renovación de la creatividad poética. Precisamente, una de las claves literarias de Gimferrer radica en la suntuosidad, en la especificidad de sus imágenes poéticas. Como buen reivindicador académico del surrealismo, Gimferrer basa su lenguaje poético en la selección personalísima de la imagen. Muchos de sus poemas vienen a reducirse, espléndidamente, a una sucesión de imágenes.  La función de estas no es meramente su ritmicidad, su sucesión en la elocución. En Gimferrer destaca la imagen como la ilustración de la suntuosidad de la memoria y de la experiencia: la imagen concentra sobre sí todo el esplendor de lo bello pero configurando junto con las otras qué dimensión de lo real, que tornadizos paraísos se convierten en súbitas residencias del alma. Una hermenéutica de la imagen quizá no nos llevara positivamente a ningún  sitio, o quizá, todo lo contrario y alumbrase la extraordinaria materia que surte inagotablemente a la evocación y a la imaginación cuando estas deciden describir en qué lúdicas multiplicidades mora el espíritu. En el caso de Gimferrer, las referencias al cine, al erotismo, a las suntuosidades renacentistas e italianas y el selectivo vocabulario definen la marca especial de sus construcciones poéticas.   



He leído a autores reaccionarios y lo que me molesta de ese pensamiento es la crueldad que hay bajo el atrevimiento de sus llamados, en apariencia,  políticamente incorrectos.


















Visiono una entrevista realizada a Miguel Espinosa en un remoto año de 1981, en Televisión Española. Tras unos minutos de conversación enseguida surge lo que interpreto con respecto a los tiempos actuales que vivimos como la carga anacrónica y que define, precisamente, la peculiaridad estilística y conceptual desde la que Espinosa habla. El escritor exhibe un vocabulario del que nos ha hecho huérfanos la actualidad mediática. La explicación, grave, brillante e ineludiblemente académica, que da sobre los procesos y métodos de su escritura literaria da a entender una sustancialidad específicamente filológica-filosófica, de la que somos ahora casi extraños. La voz cavernosa, el aire melancólico y remoto lo convierten en un ser con 300 años de existencia. La exquisitez verbal y sobre todo, la soberanía personal desde la que la exhibe, parecen remarcar el carácter precioso de su infrecuencia. Todos estos detalles cabales no los hallo con la misma elegante naturalidad en escritores jóvenes, no veo ese amor, esa proximidad suntuosa al lenguaje. Los escritores actuales pueden escribir excelentes novelas, pero el lenguaje como objeto filosófico o narrativo en sí no parece revestirse de las mismas propiedades y compacidades que se perciben como un lujo, como signo de categoría, en los textos y modos elocutivos de Espinosa. Las prioridades, sencillamente, han cambiado de lugar y el dominio de los medios no incide sino en esta carencia al tender siempre a una economía estereotipada de las expresiones. Todo esto no es nuevo. Ya Schopenhauer ponía el grito en el cielo al criticar las manías consignatorias y giros de los periodistas, que pretendían incorregiblemente recortar, simplificar el lenguaje hasta el punto de provocar confusiones en el significado de las frases y oraciones. El papel menor de las Humanidades, actualmente, frente al imperio informático, la eclosión vertiginosa de las redes sociales y el ahormamiento lingüístico llevado a cabo por la masa ingente de los medios, explican nuestra orfandad lingüística, la infrecuencia de una actitud tan creativa y cómplice con el lenguaje como la que un Miguel Espinosa evidenciaba.




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