Las
notas que Rilke deja a pie de muchos
de sus poemas, en los que da fecha del instante, día y lugar en que lo escribió
me producen un intenso efecto ensoñador. Me hacen recordar esas postales
antiguas en sepia con la vista de algún paisaje romántico o una pareja de
enamorados. Cuando la fecha es muy distante, 1908, por ejemplo, y el poema ha
sido concebido en un otoño pasado en París en tal fecha, es como si asistiera a
la materialidad fungible del poema. Este puede trascender, estética,
humanamente todos los límites, pero los datos de su gestación puntual le
prestan al orden sacral de las palabras una fragilidad melancólica: la
temporalidad de su origen.
A
veces, algunos libros que no pertenecen sino indirectamente a la
literatura, - es decir, literatura
médica, literatura científica, etc.- pueden convertirse en inopinados ejemplos
de suntuoso entretenimiento y goce literario, entre otros motivos, por esa
ubicación en lo más puramente especulativo de tales disciplinas. De este modo
podemos conceptuar algunos de los libros que con intención seriamente
investigativa publicó el astrónomo francés Camille
Flammarion sobre temas fantásticos o extraños. Las casas encantadas o El mundo de los sueños son dos publicaciones de este autor que sin
poseer otro guión que la mera exposición de los casos extraños referidos, se
convierten a través de la lectura desprejuiciada o trivial, en deleitosas, y a
veces, fascinantes ocasiones de lectura. Sin juzgar la realidad o no de los
hechos, o bien con la idea de que, precisamente la realidad sigue siendo fuente
súbita de hechos y circunstancias extraordinarias, el abandono lúdico a su
lectura puede procurar esos momentos de trepidación e interés puramente
literario o novelesco.
Hace
algún tiempo que no se oye nada de Pere Gimferrrer.
Lo último que compré de él fue un poemario, Alma
Venus, que es un deleitable rosario de imágenes, una breve renovación de la
creatividad poética. Precisamente, una de las claves literarias de Gimferrer
radica en la suntuosidad, en la especificidad de sus imágenes poéticas. Como
buen reivindicador académico del surrealismo, Gimferrer basa su lenguaje
poético en la selección personalísima de la imagen. Muchos de sus poemas vienen
a reducirse, espléndidamente, a una sucesión de imágenes. La función de estas no es meramente su
ritmicidad, su sucesión en la elocución. En Gimferrer destaca la imagen como la
ilustración de la suntuosidad de la memoria y de la experiencia: la imagen
concentra sobre sí todo el esplendor de lo bello pero configurando junto con
las otras qué dimensión de lo real, que tornadizos paraísos se convierten en súbitas
residencias del alma. Una hermenéutica de la imagen quizá no nos llevara
positivamente a ningún sitio, o quizá,
todo lo contrario y alumbrase la extraordinaria materia que surte
inagotablemente a la evocación y a la imaginación cuando estas deciden
describir en qué lúdicas multiplicidades mora el espíritu. En el caso de
Gimferrer, las referencias al cine, al erotismo, a las suntuosidades
renacentistas e italianas y el selectivo vocabulario definen la marca especial
de sus construcciones poéticas.
He
leído a autores reaccionarios y lo que me molesta de ese pensamiento es la
crueldad que hay bajo el atrevimiento de sus llamados, en apariencia, políticamente incorrectos.
Visiono
una entrevista realizada a Miguel
Espinosa en un remoto año de 1981, en Televisión
Española. Tras unos minutos de conversación enseguida surge lo que
interpreto con respecto a los tiempos actuales que vivimos como la carga anacrónica y que define,
precisamente, la peculiaridad estilística y conceptual desde la que Espinosa
habla. El escritor exhibe un vocabulario del que nos ha hecho huérfanos la
actualidad mediática. La explicación, grave, brillante e ineludiblemente
académica, que da sobre los procesos y métodos de su escritura literaria da a
entender una sustancialidad específicamente filológica-filosófica, de la que
somos ahora casi extraños. La voz cavernosa, el aire melancólico y remoto lo
convierten en un ser con 300 años de existencia. La exquisitez verbal y sobre
todo, la soberanía personal desde la que la exhibe, parecen remarcar el
carácter precioso de su infrecuencia. Todos estos detalles cabales no los hallo
con la misma elegante naturalidad en escritores jóvenes, no veo ese amor, esa
proximidad suntuosa al lenguaje. Los escritores actuales pueden escribir
excelentes novelas, pero el lenguaje como objeto filosófico o narrativo en sí
no parece revestirse de las mismas propiedades y compacidades que se perciben
como un lujo, como signo de categoría, en los textos y modos elocutivos de
Espinosa. Las prioridades, sencillamente, han cambiado de lugar y el dominio de
los medios no incide sino en esta carencia al tender siempre a una economía
estereotipada de las expresiones. Todo esto no es nuevo. Ya Schopenhauer ponía
el grito en el cielo al criticar las manías consignatorias y giros de los
periodistas, que pretendían incorregiblemente recortar, simplificar el lenguaje
hasta el punto de provocar confusiones en el significado de las frases y
oraciones. El papel menor de las Humanidades, actualmente, frente al imperio
informático, la eclosión vertiginosa de las redes sociales y el ahormamiento
lingüístico llevado a cabo por la masa ingente de los medios, explican nuestra
orfandad lingüística, la infrecuencia de una actitud tan creativa y cómplice
con el lenguaje como la que un Miguel Espinosa evidenciaba.
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